lunes, abril 04, 2016

10Y4

Después de terminar la práctica de kendo, algunos estudiantes se quedan un rato a hacer los movimientos del día con katanas de verdad. Todos deben tener más de cincuenta años, así que no parece una frivolidad o un capricho. Por alguna extraña razón, no se me había ocurrido que el gusto por los aceros fuera un aliciente para dedicarse al kendo. Al contrario, es algo que me llevaría a dejarlo. 

El otro día, uno de los compañeros me tendió su katana y me invitó a blandirla. Me pareció grosero despreciar el ofrecimiento y lo hice, pero la sensación me pareció muy desagradable. Una cosa es anotar un punto en la máscara del adversario y otra muy distinta tirar a matarlo. En una reseña que leí hace poco de un libro sobre filosofía de las artes marciales, el autor sostiene que la práctica de estas implica una disociación de la violencia como consecuencia de los movimientos y el objetivo del arte. Se distingue la "intencionalidad de los movimientos" del "propósito de la acción". Los movimientos tienen una intención violenta pero el propósito es diferente: es entrenar, cultivarse a uno mismo, perfeccionarse.

Creo que usar katana cierra la posibilidad de tal distinción. El kendo con espada se siente más cerca del arma de fuego que del pincel. ¿Por qué seguir practicando entonces? El libro este sugiere dos paradojas de las artes marciales que me parecen muy atractivas para no explorarlas. La paradoja estética, o el encontrar bello algo violento, y la paradoja ética, o que algo diseñado para la violencia sea virtuoso. Pero ahora ya no estoy seguro de que sea una motivación compartida.

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