domingo, abril 06, 2014

Delator

El baño de la oficina tiene cuatro orinales. Están dispuestos en fila en la misma pared donde queda la puerta. Al entrar por esta se gira a la derecha y, después de dejar atrás el secador de manos, se encuentra uno con los cuatro monolitos de porcelana. 

No hay nada inusual con los orinales; nada hace al baño destacarse entre tantos otros miles de espacios similares en lugares públicos, tanto comerciales como de enseñanza. Son unos orinales corrientes en un baño corriente.  Sin embargo, con el paso de los meses, la disposición de los orinales y los patrones de uso que la rutina empieza a hacer evidentes han resultado ser una ventana al alma de los habitantes del piso. 

El primer orinal es el de la urgencia. Siempre está sucio: no de la manera en que se ensucia el orinal de un estadio, pero sí salpicado, incluso acompañado de pequeños charcos en el  suelo. El primer orinal siempre anda de afán y deja las necesidades corporales para el último minuto. La urgencia a veces se confunde con el ensimismamiento: la cabeza anda en otro lado mientras el zapato se impregna de baño en el charco. 

El segundo orinal es el del asco. El sentido de la urgencia no es muy diferente al del primer orinal, pero una reacción en el último segundo obliga a un cambio de destino. La elección del segundo orinal es además mezquina, porque obliga a cualquiera que venga con una urgencia a usar el último orinal, pues como todos sabemos el orinal de distancia es una norma impajaritable. Es tan fuertemente antisocial el segundo orinal que casi nunca es usado. 

El cuarto orinal es el solapado. No se sabe si por timidez o por malicia, el del rincón siempre parece que esconde algo. Si es que acaso alguna vez se escoge el del rincón para que cualquiera que entre luego pueda acomodarse a sus anchas, se incurre en un error importante: el nerviosismo que se siente al compartir el baño con un habitante del rincón no permite que las cosas fluyan como se planea. Se odia  por esto profundamente al cuarto orinal. Nada bueno puede venir del orinal de las sombras.

Cualquiera supondría entonces que el tercer orinal es el único sin tacha, el de la armonía:  el que disuade a mezquinos y solapados mientras que acoge al urgido. Nada más equivocado. Si bien es cierto que hay algo armónico en este orinal, es tan estratégico que se hace odioso, incluso soberbio. El tercer orinal está imbuido por cierta superioridad moral que hace inmediatamente despreciable a cualquiera que es sorprendido usándolo, sobretodo porque obliga a ocupar el papel de la urgencia, aún sin existir tal impulso, y a pararse en el charco mientras el tercer orinal se regocija en su magnanimidad. Si al cuarto orinal se le odia, contra el tercero se siente rencor. 

Con los meses, los orinales del baño de la oficina han dejado entrever un destino trágico.  No hay elección fácil cuando se encuentran libres, y cuando se encuentra alguien en alguno de ellos una secuencia funesta de pensamientos enturbia la coexistencia laboral. Entiende uno entonces a aquellos que aguantan hasta llegar a casa o a la estación del tren, e incluso a los que esperan sigilosos sentados en alguno de los tres inodoros. Pero esa es otra historia.