viernes, septiembre 23, 2011

Inframundo

Bienvenidos
Kyoto, Otoño 2010

Hay varias formas de pasear por un cementerio. Muchos sólo van el día que son llamados a ayudar con la mudanza de alguien cercano, cuando no se tiene cabeza para ponderar las condiciones del vecindario. Mantienen la mirada baja, procuran guardar silencio, y no pisan el pasto más de la cuenta. Algunos no volverán al sitio sino hasta la próxima mudanza, mientras que aquellos que repiten las visitas con alguna frecuencia suelen ignorar el bosque de tumbas cuando propician cuidados a su árbol particular.

Otros pasean por los cementerios para recrear una historia que sienten les pertenece pero que a veces parece desfallecer. Aquellos lugares donde se apilan recuerdos de caudillos y visionarios son común objeto de reverencia, y nunca faltan fanáticos y curiosos que se asoman cada tarde en busca del recuerdo de aquella fuerza que ahora les falta.

No sólo los ídolos inspiran a los paseantes. También las tragedias de legiones con o sin nombre convocan a la contemplación de lo que fue y podría volver a ser. Tanto la monotonía sagrada de los cementerios militares como las interminables colmenas donde yacen las víctimas motivan de vez en cuando un paseo dominical. El laberinto con o sin muros de las osamentas en reposo reduce al visitante a la nimiedad de su pequeña existencia, abriendo el camino a lecciones profundas de vida—aunque estas no necesariamente sean deseables. En todo caso, a pesar de su multitud, estas necrópolis se presentan como la unidad de un bien (o un mal) superior, y en la agregación pierden algo de humanidad.

Otro tipo de fuerza es la que se extrae del ejercicio subversivo de colarse en medio de la noche a hacer gala de las ínfulas de poder adolescente. La soledad acompañada de los cementerios cobra un nuevo significado cuando se pone el sol, y la miopía da vía libre a la imaginación. No es seguro si los adolescentes retan al mundo con sus transgresiones, o si las sociedades mantienen los tabús para cultivar a sus jóvenes; el caso es que la idea de mezclarse en la penumbra con los que ya no están es perturbadoramente seductora. El primer paseo tal vez no deje de ser placer onanista, pero quienes perseveran en este ejercicio, que no siempre requiere del desplazamiento físico e incluso puede prescindir de la oscuridad de la noche, tienen la oportunidad de descubrir tesoros preciosos, como los que se encuentran encerrados en la colección de cuentos 'Inframundo' de Javier Moreno.

Los cementerios son al final de cuentas colecciones de historias que no nos sabemos pero que tienen aquel final común que sobrecoge al visitante. Son potencia y diversidad, pero con un grado menor de incertidumbre. Los relatos de 'Inframundo' aprovechan esta poderosa multiplicidad para recrear pasiones cotidianas que carcomen hasta a los mortales más serenos. Cada una de las exploraciones y los casos escava un hoyo en el camposanto y deja que los restos hablen por sí mismos. Las voces se dejan escuchar con propiedad, dejando a un lado el lirismo de los ventrílocuos impostores. No hay excesos de drama, ni chistes flojos. Es decir, el médium hace su trabajo cabalmente y nos hace avergonzar de nuestro morbo juvenil.

Cuidadosamente elaborado, el Inframundo lo deja a uno con ganas de pasar más seguido.