domingo, septiembre 12, 2010

Kaleño



Sí tuviera que escoger un trabajo manual, ahora que el segundo chance como estudiante se acerca a su fin, me gustaría manejar una pulverizadora.

Nunca había sentido pasión alguna por las grandes máquinas. Aunque entiendo los principios de la mecánica, e incluso sea capaz de ayudar a un varado, los autos me tienen sin cuidado. Tampoco me causaron mayor impresión las instalaciones industriales que conocí durante mi formación como ingeniero, ni en mi trabajo. La novedad de su tecnología me aburre muy rápido, como se pasan las páginas de una revista. Pero eso cambió cuando conocí estas bestias pellizcadoras.

Nunca había visto una hasta el año pasado, cuando empecé a ir a la universidad en bicicleta - con sólo 200 años, Colombia no ha tenido aún que desconstruirse a gran escala. Un edificio viejo que había en el camino, de tal vez seis o siete pisos, amaneció un día rodeado de titanes color pastel. Sus largos brazos en reposo parecían garzas dobladas al amanecer. Como suelo salir temprano, por un tiempo sólo las vi parqueadas junto al edificio, que iba perdiendo su silueta. La verdad es que no les presté atención hasta el día en que las encontré en su danza. En ese momento la tenaza tenía apretado un pedazo del que por ahora era el último piso. El sonido del motor hacía entender que forcejeaba. El soberbio brazo de treinta metros, a pesar de la tensión, no temblaba. Tuve que orillarme para no afectar el tráfico de mortales en sus preocupaciones habituales. Unos segundos más y la pieza de concreto terminó por ceder. Cascada de piedras, nube de polvo, varillas despelucadas al sol. El agua atrapada en una tubería chorreó cual sangre de gallina que encuentra colgada su final. En tierra, las otras hermanas arrumaban, trituraban y disponían los escombros sin inmutarse. En su viaje de regreso, el brazo de la pulverizadora reflejó por un instante el sol naciente, antes de enzarzarse otra vez con ese que siempre y nunca es el último piso.

No puedo entender como hace el conductor de esta bestia para no gritar mientras trabaja. Si llegase el día de hacer mío ese brazo, necesitaría protección dental como los boxeadores, para no arruinar mis dientes; tal es la impresión que me produce la pulverizadora. Imagino que el operario debe desahogar en su trabajo todos sus odios y frustraciones, que debe llevar una vida tranquila y que tal vez hasta se la deje montar de su pareja. Una vida con tantas oportunidades de desfogue no puede sino conducir a la iluminación y la trascendencia.

Puedo entender que duden de mi cordura. La maquinaria pesada está lejos de la idea de espiritualidad, y más bien suele ser asociada con lo bruto, lo tosco, lo sucio. Pero eso no es más que otra construcción social, como aquello de todos los mecánicos de carros deben tener los overoles engrasados. Como una extensión del ser, la máquina descubre nuestra alma y lleva a nuevos niveles nuestra relación con el entorno. Entenderlo y mostrar un mínimo de empatía es no sólo posible, sino provechoso. Para que se hagan una idea, miren con atención:



De vuelta a lo abstracto,

panÓptiko

domingo, septiembre 05, 2010

El precio no es correcto


Tal vez ustedes se rían, pero yo me deprimo

Hace poco leí esta noticia sobre como algunas empresas de juguetes - estadounidenses, seguramente - cuadran las ventas de enero y febrero. El truco no deja de ser ingenioso: de los juguetes más populares de la temporada decembrina sólo sacan una reducida producción, de modo que estos rápido se agotan; ante esto, los padres no tienen otra alternativa que comprar un regalo sustituto, porque navidad sin regalo es un impensable. Pero una vez pasa la temporada, las compañías vuelven a sacar el producto en enero, tal vez redoblando el bombardeo mediático, y como los padres seguramente prometieron el juguete popular al hijo, terminaran comprándolo fuera de temporada.

La historia me recordó el porqué nunca he podido con nada relativo al comercio. Mientras que tal vez la estrategia haya salido de una clase de marketing, y se enseñe como un caso exitoso, no puedo dejar de ver en ello un fracaso ético. Que se le va hacer, soy intolerante a la mentira, y no puedo dejar de ver la carga de mentira que tiene casi cualquier intercambio.

En el caso del marketing hay muchos casos reconocidos. Un amigo de la casa celebraba la historia del tipo que le ofreció a una compañía de enjuague bucal duplicar sus ventas por una millonada. El secreto: duplicar el tamaño de la tapa. Muy listo, quizá, pero no puedo dejar de ver en ello un engaño.

El del video es otra versión de la carga de mentira que tienen los intercambios. Ya había tocado el tema en el caso de los turistas, y otro día me animo a escribir sobre el precio, que era la idea de hoy, pero me agarró el sueño.

Posteando a la fuerza,