domingo, mayo 29, 2011

Conoce a Munro



Otoño en Tokyo, 2010

Los cuentos son una grandiosa quimera; un intento de inspeccionar todo el arrecife de un respiro, sin esnórquel o tanque de oxígeno; anhelos de completud en una infinita mar de incertidumbre. Si a esto se le suma que por muchas razones, casi todas triviales, los cuentos reciben menos atención que sus congéneres literarios, entonces se hace evidente cuan grato es encontrarse buenos cuentos y buenos cuentistas. Mientras en la novela alumbran tantas estrellas como en el firmamento, el cielo de los cuentistas aún parece el Olimpo. Y, como en la mitología griega, que a un mortal se le compare con cualquiera de los dioses es un asunto grave, casi casi de vida o muerte.

Esta introducción tan lírica y empalagosa para decir que una pequeña reseña en una revista no literaria mencionaba en un mismo renglón a Jorge Luis Borges y a la señora Alicia Munro, por lo que, acto seguido, hubo que hacerse al libro recomendado antes de hacer llover rayos sobre la hereje columnista. Afortunadamente, tanto para ella como para mí, no hay reproches, pues por lo menos la colección titulada 'Runaway' (Fugitiva) es un maravilloso volumen de historias profundas, tal vez no intrincadas o llenas de erudición, pero de una elaboración sin tacha.

Canadiense de nacimiento, los cuentos de la colección están imbuidos en esa vastedad despoblada tan propicia a los viajes internos. Los personajes centrales son mujeres en diferentes etapas de sus vidas, lidiando con problemas comunes y corrientes. Una descripción tan parca no entusiasmará a muchos, pero es relevante porque muestra que la autora juega limpio y con destreza. Por un lado, las voces de estas mujeres corresponden al sentir de la época a la que se enfrentan. Tanto la niña de 'Trespasses' (Transgresiones), como la madre envejecida de 'Silence' (Silencio), ponen al lector en su mundo particular en el que las disyuntivas y los conflictos son disimiles, aunque el padecimiento siga siendo el mismo. Por otro lado, mientras que las tramas elaboradas y complejas pueden enmascarar los defectos estilísticos del autor, fascinar con un cuento más de desamor es un reto no apto para novatos. Munro sube y baja estas montañas sagradas sin agitarse más de lo necesario, como si ya fuesen suyas.

Tampoco hay en la colección artilugios innecesarios. Prosa fluida, títulos sencillos, diálogos verosímiles, vaivenes entre el presente y la memoria enriqueciendo el viaje de personajes y lectores. Reluce tal vez el uso de cartas dentro de los textos, un nivel adicional de comunicación y suspenso que tampoco es fácil de lograr.

Si tuviese que recomendar un cuento de la colección, tal vez sería el que le da título al libro, la historia de una mujer que presionada por su esposo a embaucar a su vecina recién enviudada, se derrumba en sus inseguridades, enredando al trío en un sartal de acciones comprometedoras. El climax de la historia es encarnado por una cabra, y que esto no resulte risible pero más bien genial es un éxito mayor. ¿Encierra la metáfora una verdad profunda de la vida? Como con el gallo del Coronel, que cada quién saque sus conclusiones. Por donde se le mire, un buen trato pasar un tiempito con estas mujeres.

Espero leer algo más de Munro durante este año, así que si alguien recomienda algún título para seguir, se agradece.

sábado, mayo 21, 2011

Un día en el medio – segunda parte


1.
Si no hay gente no hay foto. Ese era el único mandamiento, la única regla que importaba a la hora de internarnos en la zona de desastre. La foto perfecta podía aparecer en cualquier momento, así que el conductor tenía que estar listo al grito de "stop" para complacer al cliente sin causar un accidente—una dinámica un poco grosera, pero inevitable.

La primera sesión fue en un manojo de casas que quedaban paradas en medio de los escombros, tal vez a unos tres kilómetros de la costa. Una anciana arreglaba algo junto a su casa y no alcanzó a huir para cuando llegamos a su puerta. El fotógrafo me pidió que le preguntara si podíamos tomar fotos, y ella dijo si, pero que no a ella. Detrás de su casa no quedaba nada en pie, y a su vecino en dirección a la playa le había quedado maltrecha. La anciana nos mostró hasta que nivel había llegado el agua—más de un metro—recordándonos lo afortunada que era de no haber sufrido mayor daño. Un hijo no había tenido tanta suerte, y ahora él y su esposa e hijos vivían en su casa de dos pisos. Le pregunté si había recibido ayuda, o si quería que los voluntarios de la universidad la visitaran. Mirando a nuestro alrededor, dijo que mucha otra gente necesitaba ayuda y que ella podía valerse por si misma.

Al frente una vecina sacaba carretillas de barro de lo que parecía ser su garaje. Después de despedirnos de la anciana, esperamos unos diez minutos a que fuera y viniera unas cuatro veces para poder captar su mejor ángulo. No dejó de molestarme que eso fuese lo único que íbamos a hacer: incomodar con nuestro ojo inútil a la gente que ya tenía suficientes problemas. Supongo que el fotógrafo curtido se consuela pensando que su noticia traerá mucha más ayuda de la que los dos podríamos ofrecer en ese momento. Yo no podría vivir con eso.

Durante esos diez minutos llegó un camión de mensajería a dejar un paquete. El tipo del camión parecía tener problemas confirmando la dirección fuese la correcta. Aunque si se le piensa bien equivocarse estaba dentro de lo posible, no dejó de causarme gracia aquel espectáculo en medio de los escombros. La escena de esa entrega en medio de la nada, como cuando al final de Seven llega el camión con la fatídica caja, me pareció una preciosa imagen del espíritu de reconstrucción. Pero mi entusiasmo no fue compartido, y el camión se fue no sin gloria: de seguro ya se siente importante de hacer lo que hace.


2.
Volvimos al taxi y seguimos derecho hasta la playa. La barrera de cinco metros contra tsunamis seguía ahí, como un mal chiste. Del bosque de pinos que debían terminar de contener las olas quedaban algunos palos. Para mi sorpresa la playa estaba limpia, la arena blanca, sin escombros árboles destrozados, la mar resplandeciente con aquel sol de primavera. La barrera no habrá podido con el tsunami, pero ahora cumple la importante labor de cubrir aquella odiosa normalidad: previene a la playa de que entre en su bikini a nuestro velorio.

Luego de esperar a otros curiosos en bicicleta para tomarles una foto, decidimos intentar fotografiar a los grupos de rescate trabajando en la zona. En el centro de comando, la combinación prensa internacional-universidad prestigiosa funcionó, y el jefe de bomberos se ofreció a mostrarnos él mismo el terreno.

La primera parada fue el helipuerto de bomberos, a menos de un kilómetro de la orilla del mar. Elevado por lo menos cinco metros, en el parqueadero aún quedaban las latas maltrechas de los carros de los bomberos y un helicóptero descompuesto. Nos contó el jefe que apenas sucedió el terremoto, una de sus máquinas despegó para chequear el terreno, helicóptero que luego ayudó a evacuarlos cuando el agua los arrinconó en el techo del segundo piso. Mientras llenaban el tanque del segundo helicóptero llegó la ola, y ahí ya no hubo más que correr.

Las oficinas del edificio ya estaban transitables, aunque las paredes seguían dando testimonio de la magnitud de la tragedia. En uno de los hangares había un pinos de cuatro metros clavado en la ventana. En el segundo piso estaban listos los trajes de buzo que habían venido usando para buscar cuerpos. Otros bomberos se nos unieron y nos llevaron hasta el techo donde los perdonó el agua aquel día. El más veterano me contó que entre el terremoto y el tsunami habían logrado traer a veinte vecinos que no habían salido de sus casas. En el área que señalaba había lodo en una capa tan uniforme que costaba pensar que hasta hace unas semanas habían allí casas y gente.

El fotógrafo quería tomar una foto de la panorámica, así que me pidió que le dijera al veterano que posara de espaldas a él, de frente al paisaje. Con tal de que no saliese su cara, el bombero podía colaborar con el mandamiento. Los demás le hacían bromas y se reían de sus minutos de fama. Pensé que lo hacían con plena conciencia de lo banal del montaje y de lo eterno de su gloria. Junto a ellos no hay de otra que sentirse inútil.

Antes de despedirnos el fotógrafo quería otra toma con la pila de carros. En el camino nos comentaron que un par de ellos habían sido recién comprados y que hasta ahora no se había escuchado nada de compensarles el daño. Ingenuo, pregunté por el seguro y me contaron que ninguna compañía asegura contra tsunamis. Tal vez el gobierno podría ayudarles con algo, dije, y enseguida nos pidieron que si podíamos se los hiciéramos saber. Bueno, para algo podía servir todo esto.

3.
La última parada fue en una zona que era peinada por los bomberos con ayuda de una grúa. Dejamos el taxi cerca a la vía principal y caminamos entre montañas enormes de escombros arrumados. Aquí y allá habían casas que la ola había arrastrado cientos de metros sin que se desarmaran. Una cruz y una fecha indicaban que ya habían sido revisadas. Un mes tras la tragedia, todavía las autoridades pensaban darse hasta dos meses más para encontrar más cuerpos. El capitán se quejó porque ese no era trabajo de los bomberos, quienes hacían falta en la ciudad cuando las réplicas fuertes ocurrían. Sin embargo no había opción por ahora.

El fotógrafo se quedó un rato tomando a la cuadrilla vigilar el ir y venir de la grúa, atenta a lo que revelaba cada pucho de escombros removido. Le pregunté entonces al capitán por su familia. Dijo con serenidad que a uno de sus padres se lo había llevado la ola. La primera vez que había tomado un descanso, hacía un par de días, había sido para ir a reconocerlo en la morgue. Ya no le quedaba carne en el torso, y le faltaba media cara; pero reconoció el cuerpo. Debió haber notado mi desconcierto, porque al mirarme dijo que con toda la destrucción a su alrededor, haber encontrado el cuerpo era un gran alivio. Al día siguiente tomaría de nuevo un descanso para la cremación, y luego volvería a trabajar.



Cuando íbamos a despedirnos nos topamos con un par de personas que sacaban cosas de una de las casas arrastradas. Dejamos al capitán y nos fuimos a por la foto. No hizo falta pedir permiso porque el señor en sus cincuentas que sostenía una escalera medio destartalada empezó a posar para nosotros, mientras repetía en inglés japonés milagro, milagro. Su casa había flotado un par de kilómetros y todas sus pertenencias parecían estar a salvo. Desde el día del terremoto se refugiaba con su familia en la iglesia cristiana a la que pertenecían; este era el tercer y último trasteo que pensaban hacer antes de dejar la casa a las retroexcavadoras.

Dentro dos personas iban y venían dentro de lo que quedaba de casa. Una mujer que debía ser la esposa del señor de la escalera estaba a cargo de la cocina, la cual se veía desde el boquete que usaban para entrar, y a un hermano del culto se le escuchaba escarbando en algún otro lado. El fotógrafo se agachó de manera que toda la operación apareciese en el encuadre. Quise ayudar pero se notaba que estorbaba en la foto. Entonces vino una réplica. La señora, cerca del boquete, empezó a entrar en pánico. La casa crujía, y el esposo parecía no saber que hacer; la casa bien podía volcarse y caernos encima. Como la tenía cerca, sujeté la escalera para que la señora saliera, pero ella no se movió hasta que dejó de temblar.

Después del susto decidieron dejar hasta ahí el trasteo. Primero bajó la señora y luego vino el compañero. Ya iba a bajarse de la casa, cuando el fotógrafo nos quitó de la escalera y le hizo señas de que se quedara donde estaba. Con el esposo nos mirábamos impotentes, mientras el compañero se notaba molesto: aquella casa podía caerse en cualquier momento, otra réplica podía venir en cualquier momento, pero él tenía que esperarse a que el desconocido lograra la mejor toma. Fue un alivio que todo terminara sin problemas, pero ya después no hubo más palabras entre los cristianos y nosotros.


4.
Antes de acabar el día decidimos ir a ver la estatua del patrón de la ciudad. La vía principal al lugar donde alguna vez estuvo su castillo quedó interrumpida por un derrumbe, así que tocó tomar un ruta alterna. El sitio tenía un aviso de cerrado pero el parqueadero estaba abierto, así que entramos. Una cinta advertía que acercarse a las estatuas estaba prohibido, pero otros en el mismo plan de nosotros se tomaban fotos junto a Date Masamune. Eran un par de trabajadores de la compañía de gas natural de alguna prefectura lejana que aprovechaban un descanso para llevarse el recuerdo obligado de Sendai. Más de cuatro mil de ellos habían llegado de todo el país a revisar casa por casa toda la ciudad antes de restablecer el servicio, uno más de los muchos ejércitos japoneses que levantaron la ciudad después de que la madre naturaleza la apagara en casi todo sentido. Se me pasó por la mente contarle esa historia al fotógrafo, pero ya la habíamos arruinado el rato a suficiente gente.

Desde el mirador se veía una franja gris entre la ciudad y el océano; cuan larga como la costa. La estatua de un águila que miraba desde lo alto de una torre se había caído y vuelto pedazos. El conductor del taxi me contó que la habían puesto allí a comienzos del siglo veinte, mirando hacia el norte para que vigilara a los codiciosos rusos. Mal momento para caerse, ahora que los vecinos han incrementado sus visitas a las islas que tienen en disputa.



Al occidente el buda gigante que guarda la ciudad relumbraba con el ocaso. Todo extranjero que se lo topa por primera vez queda sorprendido, tanto por su magnitud como por el hecho de que nadie le haya advertido de su existencia. Al parecer la estatua, tal vez una de las más altas de Japón, tiene un pasado oscuro, de modo que los locales rara vez la visitan, y ni siquiera la consideran un atractivo de la ciudad. En todo caso, ver una vez más aquel Buda aún entero es por lo menos un alivio.

El último en posar para la foto fue el señor de estas tierras. Desde aquel caballo observando sus feudos, con ese parche en el ojo tan soberbio, seguro tenía muchas más razones para estar orgulloso que triste. La ciudad que nos heredó se levanta una vez más casi como si nada, y es seguida con admiración por ojos de todo el mundo; un mundo que un día él mismo quiso intentar traer más cerca, enviando los primeros japoneses al Vaticano, aunque las circunstancias no le fueron favorables. Masamune, de espaldas al sol y de frente a Sendai, le dio trabajo al fotógrafo que no lograba un ángulo que mostrase el detalle de su figura. Aún hecho estatua, el shogún se hacía respetar en su tierra.

Después de un rato el fotógrafo pareció darse por vencido. Entonces vino hacia mí y antes de que me diera vuelta para poner fin al día, me pidió que me parara junto a la estatua: había que cumplir el único mandamiento. Como eramos dos sombras, no importaba que mis ojos no fuesen rasgados, ni mi pelo lacio, o mi tez pálida. Quieto en la posición indicada, mientras el fotógrafo hacía los honores con su obturador, repasé de nuevo las memorias de aquel día, ahora como un pedazo de posteridad. Aquellas imágenes viajarían millas a través del mundo, alimentarían las pasiones de gentes que jamás conoceremos, uno que otro corazón se inspiraría en ellas para salir de su rutina y ayudar de alguna manera al prójimo, algún otro reconocería la gravedad de los terremotos y se prepararía mejor para cuando le toque su turno; quien sabe, vidas enteras podrían cambiar después de ver estas imágenes. Las fotos se conservarán en la nube por más tiempo que las vidas de sus protagonistas, milenios incluso; inspirarán historias que de seguro poco o nada tendrán que ver con las circunstancias originales de su concepción. Circunstancias que sólo unos pocos leerán, y que sólo a mí parecen importarle. En últimas creo que el fotógrafo hace su trabajo y más bien soy yo el ingenuo que ve en todo un gran dilema ético.

En silencio, le agradezco a Masamune por su protección, pido una vez más perdón por todas las imprudencias, y me voy con la sensación de que toda la experiencia ha sido algo como un bautizo.