lunes, noviembre 19, 2012

Durmientes

La experiencia más intensa de los últimos meses ha sido, sin lugar a dudas, leer a la luz cómplice de la lámpara de la mesita, con mi aún joven mujer tendida al costado, la Casa de las Bellas Durmientes de Yasunari Kawabata. Nuestra historia, es decir la del libro y yo, es larga y azarosa, llena de meandros y tiempos muertos (o más bien contemplativos), tal vez demasiado íntima, aún así creo que merece ser contada.

Hace doce años dos sucesos sin aparente relación despertaron mi curiosidad por las Bellas Durmientes. Después de alguna de las clases de japonés en la Universidad Nacional, dos compañeros buscaban terceros para zanjar un desacuerdo profundo: lo que uno pensaba era una obra maestra, llena de sensibilidad y ensoñación, para el otro no eran sino las perversiones de un viejo libidinoso. No sabía de la existencia del libro y la descripción que ofrecían no era definitiva: se trataba de un libro sobre un prostíbulo particular, donde viejos seniles podían ir a disfrutar los dones de jóvenes narcotizadas que no les hicieran sentir pena de sus vergüenzas. La discusión tenía un trasfondo sospechoso: quien defendía lo sublime en aquella historia de viejos y putas era una mujer, y quien la vilipendiaba era un hombre. La sola trama del libro no era suficiente para tomar partido pero el morbo y lo particular de la discusión se me quedó grabado.

Con Kawabata vine a intimar por esos mismos días gracias a una bonita edición del País de Nieve que saqué prestada de la biblioteca del papá de un amiga. Aunque estudiábamos la misma carrera, a ella la conocí por un evento en otra universidad, después del cual bailamos toda la noche con una orquesta en el Centro de Convenciones Gonzalo Jimenéz de Quesada. Bebimos y giramos merengues hasta el enajenamiento. Ahora que vivo en un lugar donde no es común bailar en pareja, estremece mucho más de lo normal recordar el efecto que tiene tomar a un otro por la cintura, ajustar a discreción y entrar en ese terreno misterioso de una esfera personal ajena. Mas que el dedo que explota una burbuja de soledad, parece un arponazo que la desgarra.

Luego visité a mi amiga un par de veces en su casa en planes no académicos, donde tomamos cervezas importadas, conocí el eneldo, con el cual se puede preparar pescado, y descubrí a Kawabata. La amistad con ella continuó pero la exploración de la biblioteca tuvo un final precipitado. Un sábado santo mientras charlábamos despreocupados mucho después de la cena, los padres decidieron ir a la vigilia pascual, arrastrando al resto de familia, sólo para zafarse de este tipo tan charlador hasta esas horas de la noche. No hubo otra visita.



País de Nieve sigue siendo el nombre que viene a mi mente cuando alguien pregunta por mi libro favorito—hoy en día algo que pasa mucho menos a menudo porque los adultos son gente hosca que no pregunta trivialidades. La portada de la edición tenía una figura que luego entendí era el peinado de una geisha—al principio creía que era el pétalo de una flor. La firma del papá de mi amiga estaba en la primera página y creo que una fecha, seguramente la de la compra del tomo. Luego la célebre escena del tren saliendo del túnel y entrando en el país de nieve, que corresponde a la parte occidental del noreste de Japón, la que vendría a ser con el correr del tiempo mi segundo hogar. Bastará con decir que la historia del amor imposible de un hombre adinerado y una aprendiz de puta fue otro tipo de arponazo. No hay tiempo para describir la sutiliza con que aquella trampa de sensiblerías en medio de la austeridad de sentimientos que impone una relación comercial va asfixiando al lector en la misma medida en que le complace. El caso es que desde entonces tuve claro que a Kawabata habría que volver.

Sin embargo, pasaron bastantes años antes de que las bellas durmientes cayeran en mis manos. Ese libro se suma a una no tan larga pero angustiosa lista de obras notables que las librerías bogotanas no se dignan (o dignaban, ahora no se) a inventariar. Dentro de mi lista estuvo Un yankee en la corte del rey Arturo, la obra completa de Sherlock Holmes—no las compilaciones arbitrarias que se les da por publicar, sino los volúmenes originales preparados por Sir ACD—y algunas novelas y cuentos de Lovecraft. La entrada más dramática de esa lista fue Las Metamorfosis de Ovidio, ya que por culpa del libro cuasi homónimo de Kafka, pocos libreros lo distinguen de entrada, haciendo de la peregrinación de tienda en tienda una penosa tarea de alfabetización sobre el que es hasta donde entiendo el mejor compendio de mitología griega escrito en aquellos tiempos. Creo que de ahí viene que no me haya nacido leer nada del austriaco.

Cuando dí con el libro entendí la razón de la escasez. Lo pregunté por curiosidad en esa librería pequeña pero fenomenalmente surtida en la 72 con 15, al lado de la siempre deslumbrante y en metástasis Panamericana. El librero no lo tenía en el momento pero lo podía conseguir en un par de días; advirtió, con un énfasis singular, cual era el precio del tomo. Dije que no había problema y me fui incrédulo de que en la ciudad funcionaran esos pactos informales sin dejar ninguna otra garantía  que la palabra. En la fecha indicada, un librito de un poco más de cien páginas, tapa blanda y tipografía inquietantemente grande se me entregó por lo que ahora parecía una fortuna.

Al contrario de lo que se podría esperar, no devoré el libro al instante. Vivir lejos, sin acceso a literatura en español ha hecho que mis visitas a las librerías se hayan convertido en la búsqueda compulsiva de un heroinómano. Así que las bellas durmientes se sumaron a la pila, y ahí se quedó por varios años.

Supongo que la espera también tiene que ver con las intenciones que de cuando en vez me entran de leer autores japoneses en su idioma. Un propósito frustrado hasta ahora, si no contamos la forzada lectura de Kitchen de Yoshimoto Banana, un cuento de Murakami al que no le vi luego sentido, y los mangas que compro cuando vienen recomendados. En últimas, leer en español es más cercano al corazón y si uno no consume lo que producen los traductores no puede esperar que se hagan muchas más y mejores traducciones para que todos podamos disfrutarlas y compartirlas.

Dejar los libros esperando en el estante también proporciona un placer diferente, como el añejar de un vino en la cava de la libido. Esa tal vez esa la principal arma de seducción de las obras de Kawabata, que se concentran en retratar en toda su imperfección lo que va desde las ansias de sensaciones del cliente hasta la nunca satisfactoria concreción del acto. Comprar y leer en el acto es un tipo de onanismo literario, un goce estéril—aunque como goce, merezca su espacio. Sacar el libro de su reposo cuando se está seguro que ha llegado la hora es una apuesta por multiplicar el placer, la cual no siempre sale bien pero vale la pena arriesgar.

Importante anotar que la incompletud que sufren los personajes de Kawabata no tienen que ver con el dinero. Ninguno de ellos tiene problema en pagar por los servicios que se imaginan que quieren, pero no todo es posible porque el corazón es caprichoso y el cuerpo se marchita. Aún así, los clientes vuelven porque ese periodo entre que se adquiere el libro hasta que se le intenta poseer es el que les permite llenarse de ilusión y recordar con mayor vivacidad otros tiempos en los que el placer fue más trascendental—quizá porque en la memoria todas las imperfecciones del hoy se hacen a un lado y se recuerda sólo el orgasmo, pues de lo contrario no se volvería a pasar todo el trabajo para llegar a él. De hecho, el viejo Eguchi se la pasa la mayor parte de su tiempo recordando otras felicidades que las turgencias de las bellas evocan. Con el tiempo, son los recuerdos los verdaderos protagonistas de las nuevas experiencias.

La espera también da tiempo para que el azar aderece la relación con fantasías de confabulaciones del destino. Así es que unos meses atrás leía Corazón tan blanco de Javier Marías, sobre quien creo había escuchado algo pero sólo compré cuando lo recomendaron en Marginal Revolution, un blog de economistas. La contraportada dice algo así como que es el mejor libro escrito en mucho tiempo pero a mí me iba cansando el tono repetitivo con el que el protagonista rumia los detalles de la trama—claro que la historia del pirómano del Museo el Prado es muy buena. En un paseo por Nueva York, mientras el protagonista espera que la amiga donde se está hospedando culmine una relación sexual que ha convenido por correspondencia con un sujeto misterioso, Juan entra a una librería y compra "un libro japonés por el título, House of the Sleeping Beauties se llamaba en inglés, el título no me gustaba pero lo compré por él". Es un detalle intrascendente para la novela, ¿tal vez una carnada para los curiosos? ¿Un elemento simbólico de significación profunda? No creo, con esa presentación tan insustancial. Sin embargo, para mí fue un clic de endorfina que me permitió acabar rápido con aquel drama de chispa retardada y dedicar mis noches a las bellas durmientes.




No fueron muchas las noches que pasé este verano con las vírgenes narcotizadas; suficientes para no olvidarlas, no tantas que hastiasen. Estos y otros recuerdos menos decentes—que aún no estoy tan viejo para contar sin vergüenza—se atropellaron con los del viejo Eguchi y completaron la potente dosis del veneno de Kawabata. La palidez de mi esposa tendida a la luz de la lámpara fue un escenario único para nuestras nostalgias. Eguchi siempre mantiene a su esposa en otra dimensión, de hijos y el hogar, que no se cruza con lo que son las bellas durmientes para él. Tampoco piensa que sea correcto, acepta que es malo en cierta medida, pero es lo que él es.

Me asaltó en algún momento la duda de si las mujeres tienen una oportunidad semejante de conocer el mundo que los hombres conocen a través de los burdeles. Si la compañera que hace años defendía lo sublime del libro llegaría a sentir tan íntimamente lo que Kawabata ponía en la mente del viejo. Esto no es razón de orgullo, por supuesto, pero sí es un mirada distinta a la naturaleza humana, a las fuerzas que siglos de civilización no consiguen doblegar. La duda no duró mucho porque el viejo Eguchi tenía un recuerdo apropiado que la bella de la noche supo evocar: una de sus últimas amantes fue una mujer casada con un extranjero. No me lo tomé a mal, fue más como una advertencia y  un mal agüero. La advertencia queda aquí escrita para que no se pierda entre la multitud de recuerdos, y el agüero se terminó de conjurar en la suerte final del viejo Eguchi, que bien debería leer todo aquel que haya llegado hasta éste, el punto final de la historia de un libro de un poco más de cien páginas.