sábado, abril 07, 2012

Omelet



Marcela ojeaba detenidamente las páginas de su libro. En su mente recitaba, con el solo paso de la vista, formulas, terapias, procedimientos, medidas, y un sin fin de por menores sobre su oficio, cosas que había aprendido hace ya tiempo. Las páginas estaban llenas de diagramas, fotos, instructivos que Marcela era capaz de dibujar tan sólo con que le dieran el número.

Un par de horas antes, cuando aún el sol no se asomaba, empezó su día: a tientas, se puso las chanclas y se arrastró en la penumbra hasta la puerta contigua. Lo único que se podía oír a esa hora de la madrugada eran los trinos de algunos pajaritos, esos que se huelen que el sol ya sale y se regocijan en las postrimerías de la oscuridad. Con un movimiento mecánico encendió la luz del cuarto de Felipe, su hijo; él gruñó entre las cobijas y Marcela no dudó en repetir lo de cada mañana: “Levántate que se te hace tarde”.

La cafetera había quedado lista desde la noche anterior, sólo bastaba con oprimir un botón. Sacó una fruta de la nevera y la puso en la mesa. Era entonces cuando venía la mejor parte de la mañana, la que develaría el destino del día e iluminaría el futuro, el encuentro matinal con el impulso divino que rige al mundo: siempre revueltos, los huevos.

La mantequilla, en su medida exacta, dispuesta en el sartén antes de comenzar el calentamiento (suave y preciso), inicia una danza sutil a lo largo de la fina capa de teflón, dejando a su paso una estela lípida heterogénea. Esta danza permite vislumbrar en sus contornos el porvenir abiótico: en ella se ven las lluvias, los vientos, las nubes, el sol, incluso grandes sucesos como terremotos, heladas o inundaciones. Marcela recordaba haber presagiado eventos naturales en lugares muy lejanos cuando su magnitud era monumental, como un tsunami en las costas japonesas, o una erupción volcánica en las islas Fiji.

Luego venían los huevos. Dos, tomados al azar de una canastilla que siempre tenía veintitrés, vertidos al tiempo desde cada una de las manos de la médium. Las primeras salpicaduras producidas por el choque de las tres masas en cuestión, los dos huevos y la mantequilla, continuaban el trance vaticinador de la operación completa: su intensidad, la magnitud horizontal y vertical del vuelo de las gotas ardientes, su sobresalto y cantidad, llevaban cifrado el mensaje del sino propio de la vidente. Con una apropiada lectura de estos factores se podían esperar días emocionantes o sosegados; las distintas mediciones revelaban viajes, auguraban visitas sorpresa, la llegada de correspondencia, indicaban de manera precisa el estado de su ciclo menstrual.

Por último, quedaban los huevos en sí. Una vez en el sartén (obviamente inermes, pues sufrir alguna fractura en la caída era una afrenta fatal, que le significaba a la pitonisa ser abandonada de la gracia de los dioses hasta que no redimiera su falta de discreción con un sacrificio personal), era preciso proporcionar una mezcla específica, compuesta de un protocolo propio de movimientos cuidadosos que rompían la uniformidad inicial sin llegar a la otra homogeneidad de las tortillas comunes, en las que un tratamiento exagerado las postra a su vulgar simpleza. Esta mezcla debe ser propinada con una cuchara de palo, treinta centímetros de largo, con terminación en pala plana, sin ningún orificio ni rasgadura, elaborada de un tronco de roble cortado en luna llena por la propia practicante. Los movimientos precisos de la cuchara deben ser acompañados de la adición constante de dos pizcas de sal: factor crucial por el cual la cultista de este arte debe desarrollar una habilidad especial para propinarse, con una sola mano, tal cantidad, evitando discontinuidades en su flujo hacia el sartén. En una época Marcela utilizó la cavidad formada entre sus dedos gordo e índice, pero requería de un recipiente especial para poder sumergir su mano entera en la sal, lo cual había empezado a generar sospechas de los profanos a su oficio (amenaza que también podía costarle para siempre su don), motivo suficiente para desarrollar un doble atropamiento de pizcas entre los pares corazón – índice y gordo – anular. Lograda la adición y mezcla perfecta, sólo se disponen de trece segundos para retener el mensaje oculto en las casi infinitas formas proteicas, blancas y amarillas, fusionadas al instante. Cumplido el tiempo, todo se desvanecía en una solidez inerte, tras la cual los huevos se disponían en el plato y Marcela se sentaba, exhausta, a digerir toda la información.

Eran muchos otros los datos que ella debía tener en cuenta: la hora universal, la intensidad lumínica y sonora de todo el evento, la velocidad y dirección del viento, la fase lunar, las posiciones  planetarias y estelares, la temperatura y la presión ambiente. Todo esto entraba por todos y cada uno de los sensibles poros de Marcela, y se conjugaban en su interior hasta que la certeza iluminaba su razón, de un momento para otro, y la verdad del destino se hacía evidente. Marcela permanecía ensimismada, imperturbable, sentada a la mesa; Felipe, mientras tanto, se comía los huevos.

Acabado el desayuno, Felipe se despidió con un beso en la mejilla y Marcela respondió entre dientes alguna cosa que él no entendió. A ella, esa mañana, no le llegaba la chispa reveladora. Repasó en su mente todos los pasos, estaba segura de haber hecho todo bien. Preocupada, no volvió a descansar a su cama, como era su costumbre, sino que sacó uno de sus libros, esperando que si se abstraía en sus contenidos, llegaría a ella de improviso el gran momento.

En su cuarto empezaron a escucharse pasos apresurados y un refunfuñar: a su marido ya se le había hecho tarde para salir al trabajo. El alboroto la distrajo de su invaluable labor matutina. Calentó el café y se lo entregó a su esposo, que lo esperaba atorado con un pan entero en la boca. Observó con gracia como tragaba y a la vez arreglaba el maletín. Le acomodó el vestido mientras él terminaba de engullir. “Gracias mi amor” dijo él, le dio un beso y salió. En ese instante, con la sola energía sonora de ese beso, se desbordó el torrente onírico y se compactó en una única certeza. El anhelado resultado del proceso cabalístico de los huevos. Suspiró. Finalmente ese iba a ser un día normal. “Igual, las cosas importantes de la vida pasan un día común y corriente” pensó, con una sonrisa de satisfacción en los labios, mientras lavaba los trastos.

(firmado Vesta en su versión inicial, circa 2002)