martes, abril 19, 2016

10Y19

Mi amigo M cumplió setenta y pico años el fin de semana. Sus nietos vinieron a visitarlo y a hacerle fiesta, un poco a su pesar según me cuenta mientras conduce rumbo al dojo. Para alguien como él, nacido y criado en el campo, esto es algo que tiene poco sentido. En su casa los cumpleaños no se celebraban porque ¿qué hay de bueno en envejecer? Además, ¿cuál es el punto en celebrar algo por lo que uno no se ha esforzado? Cuando salió de su casa para estudiar en Tokio y se encontró con la bulla de los onomásticos, le pareció una tontería, y no ha dejado de parecerle. 


Aunque la sonrisa que se le asoma cuando menciona a sus nietos amenaza con traicionarlo, la vehemencia de sus palabras y sus gestos termina por convencerme de su sinceridad. Al fin de cuentas, las fiestas de cumpleaños no eran un costumbre en este archipiélago, y sólo empezaron hace unos cuantos siglos. Fueron otra de tantas prácticas importadas de Europa. De hecho, se sabe quién fue la primera persona en celebrar su cumpleaños en el imperio: uno de los generales importantes de antes de Tokugawa (¿Toyotomi? ¿Nobunaga? No lo recuerdo) cuando las puertas a Occidente se cerraron por trescientos años. 

De cierto modo, que tal desafección hacia el cumpleaños se mantenga no debería ser una sorpresa. Después de todo, ¿por qué otra razón no habrían inventado una mejor canción que el maldito Happy Birthday, el qué siguen (seguimos) cantando en esa medio lengua que no es inglés ni japonés ni nada? Esa capacidad para el sincretismo guardando en el fondo dudas sobre lo que no parece tener un justificación práctica me parece una virtud muy valiosa para estos tiempos en los que nos ahogamos en información. Además, estoy de acuerdo. 

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