sábado, diciembre 31, 2011

Las lecturas de 2011

(Copia del post para el Hermano Cerdo)



El año pasado había prometido que el 2011 sería el de la revancha, pero una vez más la vida nos recordó la futilidad de los planes humanos. El terremoto puso las cosas patas arriba, en su sentido más literal, y en particular me robó un poco de la tranquilidad con la que esperaba dedicarme a la lectura. No quiere decir esto que se haya perdido el año, como deja entrever este recuento, pero tenía una imagen más descomunal de lo que es una revancha.

La idea original era dedicarle más tiempo a leer cuentos, y allí estuvo el hallazgo más relevante del año: Alice Munro. La colección titulada Runaway me hizo amar y devorar a cada uno de sus personajes, a sus historias sencillas, a sus grises corazones sinceros. En especial la historia que da título a la colección hace uso de un recurso en apariencia superfluo, una cabra, para crear un clímax emocional que aún hoy me ensimisma. Me pregunto si la novedad radica en encontrar aquellas mujeres tan reales en sus escritos, algo que no puedo recordar en algún otro cuentista—pero querría encontrar.

Menos pasión pero tal vez potencial semejante se puede encontrar en A Thousand Years of Good Prayers de Li Yiyun. Las historias son atractivas, los paisajes vívidos, pero hay un problema que la autora aún tiene que resolver: el balance de lo exótico y lo cotidiano. Siendo honestos, tal vez el problema sea mío. Aún así, dado el contexto geopolítico de la escritora, china en el exilio, la menor sospecha de que escribe para impresionarnos, para saciar el morbo de los ojos que rasguñan sin poder penetrar aquella muralla de ideogramas, me corta la leche. Dicen que The Vagrants es mejor. Tal vez lo averigüe el otro año.

Para los que buscan emociones extremas, que no han de ser pocos porque los cuentos son eso, el libro debut de David Vann, Leyenda de un Suicidio, contiene cierta receta para lograr una contracción aguda del diafragma bastante recomendable. Inframundo de Javier Moreno tiene también sendos momentos de alevosía, balanceados con humor negro, y una impecable presentación visual. Me gustaría incluir entre los cuentos el Ghostwritten de David Mitchell, un libro que en mi opinión corre el riesgo de auto-destruirse si se le toma muy en serio en su completud. Los capítulos en el centro de la obra, 'Holy Mountain'-'Mongolia'-'Petersburg', son unas joyas. Este es otro autor que promete.

Claro, por más que uno se lo proponga, es difícil dejar a un lado las novelas, porque ellas llegan solas. Empecé el año leyendo Mi nombre es Rojo de Pamuk, un regalo que había olvidado a la pila. Para mi desgracia, me había hecho una idea equivocada del libro y terminé atragantándome mientras buscaba una inteligente historia de misterio en lo que era una reflexión sobre el dibujo y el Islam. Hice el esfuerzo de ver lo novedoso en La maravillosa vida de Óscar Wao, de Junot Díaz, y aprendí en ello algo de historia latinoamericana. Le saqué de nuevo un tiempo a la ciencia ficción, y me entretuve con Harmony de Proyecto Itoh. La experiencia me convenció de que se deben leer uno o dos de estos libros al año para aliviar las chocheras que van quedando en el carácter por aquello de tomarse muy a pecho las lecturas. La última novela del año fue Half of a Yellow Sun de Chimamanda Ngozi Adichie, a quién llegué por la promesa de una visión compleja del África negra. La novela da más de lo que promete. Uno de sus hilos, en el que describe el rol de los profesores universitarios en la debacle de la guerra, tiene un aire premonitorio, algo de eterno retorno, que da escalofríos. Esta novela debería ser de lectura obligatoria en el colegio.

Por último, se cumplió el cometido de leer los 12 volúmenes del manga que cuenta la historia de uno de los artífices de la Restauración Meiji en Japón—¡O~i! Ryoma. Muy entretenido, y se conoce un poco del nacionalismo romántico que sacó al país de pobre, pero que también lo llevo a la guerra.

Parece que este año se va lleno de expectativas. Ojalá quede tiempo para tanto y más.

viernes, diciembre 23, 2011

El Catador de Embutidos

Segundo tomo de la pentalogía de la incompletud

(hoja rasgada por la mitad, numerada con un tres)

...para siempre perdida. Quizás

sábado, diciembre 17, 2011

DDHH: Aquella nueva vieja utopía

(Hace más de dos meses empecé a escribir esta reseña y si no la publico así, a medio acabar, luego se pierde. Disculpas)

¿A quién no le gusta hacer parte de una gran narrativa histórica? Saberse heredero de la fuerza y la sabiduría de una civilización capaz de proezas deslumbrantes; pertenecer a aquella estirpe que en determinado momento jugó un papel fundamental haciendo del mundo lo que es y será; verse legitimado a emprender proyectos hercúleos, en la frontera de lo imposible; dar opiniones sobre lo humano y lo divino, separar el bien del mal.

Muchas de esas historias pululan en el día a día. Historias de patria, de raza, de clase, de religión. Ideas que usamos de escudo y bandera para sortear las incertidumbres profundas de la existencia, algunos incluso para ganarse la vida. Entre estas podemos contar también la idea de los derechos humanos: esa visión utópica de una humanidad en plenitud, aquella certificación que expide cada año los Estados Unidos, ese cubil en Naciones Unidas donde africanos y asiáticos discuten sobre la verdad del holocausto, contundente leitmotif que adereza los reportes de sufrimiento alrededor del mundo, esa compañera habitual de la indignación. El conjunto es particular, no hay duda, pero eso sólo hace más intrigante conocer los recovecos en la evolución de una idea tan poderosa a la hora de mantenerse a la altura moral de la época.

Pero ¿y si no existe tal legendaria historia? ¿En qué quedamos si los derechos humanos resultan ser un movimiento que apenas empezó en los setentas? Porque ese es precisamente el principal hallazgo de Samuel Moyn, un historiador de la universidad de Columbia que se dio a la tarea de construir por primera vez esta historia. Si, por primera vez, porque aunque sería falso afirmar que es escasa la literatura sobre los derechos humano, todo lo contrario, Moyn se encuentra con que los especialistas presentan aquella historia de la misma manera como antes se presentaba la historia de la iglesia. Es decir, verdad revelada, algo que en lugar de ser inventado es descubierto. Moyn dedica entonces el ochenta por ciento de su libro a desmentir uno a uno los mitos fundacionales de los derechos humanos, y al final dedica un momento a responder la pregunta de marras.

El primero y más famoso origen de los derechos humanos es la larga discusión sobre la existencia de derechos naturales, la cual empieza con los griegos y se materializa en los derechos del hombre y la revolución francesa. Dejando a un lado lo que en la práctica resultó de dicha revolución, Moyn muestra cuan distinta es la naturaleza de ambas ideas. Mientras que los derechos naturales y del hombre sirvieron—y aún sirven—para fundar la idea del estado, los derechos humanos buscan, por el contrario, trascenderlo. Los derechos naturales aparecen ya en Hobbes con el fin de fortalecer al Leviatán. Así aparecen en la constitución estadounidense, entre otras. Incluso Marx presento en su obra los derechos del hombre como parte del problema, no de la solución. La idea romántica que ensalza a los pensadores franceses con la moral mundial de hoy en día carece de fundamento real.

El referente por antonomasia de los derechos humanos es la Declaración Universal que acompañó la creación de las Naciones Unidas pero, como comenta un observador, la idea murió en el proceso de su nacimiento. Los derechos humanos aparecieron como un eslogan de la guerra, una razón para apoyar a los Aliados. Sin un contenido definido, la idea sirvió a Roosvelt para promover sus ideas, algo así como las famosas 'locomotoras'. Luego, la creación de las Naciones Unidas tuvo por objetivo lograr una balanza de poder, no moralizar el mundo. Una vez claras las reglas de funcionamiento del Concejo de Seguridad, el resto fueron adornos. La formulación de la declaración fue percibida desde el comienzo como "occidental", y de su votación se abstuvo el gobierno soviético—síntoma de cosas por venir.

Sin embargo, los detalles que más convincentes de la historia de Moyn tienen que ver con la irrelevancia de la Declaración después de su aprobación. Mientras los cristianos, que antes se oponían a los derechos porque a través de ellos se creó el estado secular, empezaron a apoyar los derechos humanos—prueba de que los humanos son hijos de Dios, no del estado—ningún pensador en ese momento le interesó promoverlos, defenderlos, o tan si quiera definirlos. Las misiones humanitarias de NU que se siguieron no usaron los derechos humanos como bandera, y tanto los resultados de los juicios de Nuremberg y la convención contra el genocidio fueron concebidas en su propio marco de ideas.

Los derechos humanos tampoco surgieron con los movimientos anti-coloniales y de autonomía que se sucedieron en la posguerra. Muy al contrario, argumenta Moyn, estos surgieron en parte debido a la crisis de estos. Las campañas de liberación no usaron la idea de los derechos humanos, aunque sí la de los derechos del hombre, en tanto que servía de sustento para crear sus propios estados. Los idealistas de pies en la tierra al comienzo apoyaron los alzamientos en armas que siguieron al anti-colonialismo, pero pronto tuvieron que repensar su posición, ante las guerras, dictaduras y estados totalitarios que siguieron aquellos sueños de libertad.

Moyn encuentra el germen de lo que hoy llamamos derechos humanos en los disidentes del régimen soviético en los sesentas y setentas. Por ejemplo, Andrei Dmitrievich Sakharov tituló su discurso al recibir el nobel de paz en 1975 "Paz, Progreso y Derechos Humanos", leído en su ausencia por su esposa. La idea es simple: ante el fracaso de las grandes ideas, "volver de los problemas globales a la defensa de los individuos".

Claro, la cosa en Latinoamérica no podía ser sencilla. Los derechos humanos fueron usados por OEA después de expulsar a Cuba, mientras se hacían los de la vista gorda con otros regímenes. Por otro lado, la iglesia en los estados militares como Chile, se acogió a la idea de los derechos humanos para intentar hacer contrapeso a las atrocidades en su propio patio.

Entre tanto, la conferencia de los 20 años de la Declaración Universal en Teherán terminaba en un soberano fracaso. Los derechos humanos también aparecen en los acuerdos de Helsinki, que buscaban reducir las tensiones a ambos lados de la cortina de hierro, pero esta sección del tratado, según Henry Kissinger, importaba un pepino.

Parte del problema, académico por lo menos, radica en la dificultad de introducir en el derecho internacional a los individuos a la par de los estados, su objeto original de estudio. A esto Moyn le destina otro capítulo de su estudio, delineando los argumentos que disuadieron un apoyo temprano a la idea, que sólo surgió hasta que el movimiento fue creciendo por si solo.

Moyn cierra haciendo un balance de las tensiones que soporta esta última utopía en pie. Mientras la idea de los derechos humanos se consolidó por su minimalismo, más allá de lo político, bajo su sombra se han ido acumulando asuntos que no corresponden a esta naturaleza. Pero esto es algo que los seguidores del movimiento aún no aceptan. Es una elección dura: dejar la moralina y reconocer su nuevo carácter político, o retroceder en sus exigencias. En mi opinión, ninguna de las dos parece posible, aunque me inclino por la segunda. Como admite el autor, quien prefiere la primera, que sólo haya quedado esta, no quiere decir que en el futuro no habrá otras utopías. Mi apuesta va por esas utopías invisibles.

Un muy buen libro, sobre todo para los escépticos.