domingo, enero 15, 2006

El Retorno de Rugenklaud

EL RETORNO DE RUGENKLAUD

por panÓptiko

a mis amigos los bárbaros

Rugenklaud retira de su hacha los restos de un enemigo, la cuelga en su espalda y da media vuelta. Escupe un poco de sangre que sabe no le pertenece. Tras él, el señorito Higgins remata algunos moribundos en el piso. Rugenklaud aún tiene el fragor de la batalla en la cabeza, y se limita a esquivar cuerpos, a esbozar una sonrisa y caminar al campamento. Las pocas tropas enemigas que quedan, esparcidas por la sabana, huyen por el horizonte de la excepcional caballería de la Marca de Wanstab. Rugenklaud alberga en el corazón la esperanza de que escapen, desea verles de nuevo en el reflejo de la hoja de su hacha.

El sol se pone lentamente y el viento no tarda en enrarecerse. El cuerpo élite de infantería, a su cargo, da sepultura a los cuerpos de los amigos caídos en combate, mientras que los otros dos generales ordenan apilar el resto de cadáveres para encender una hoguera a los dioses. Con la primera llamarada, Rugenklaud siente que ha sido suficiente.

Descarga la inmensa mole de su cuerpo bajo la sombra de un ciprés, desocupa la bota de agua de un sorbo y clava sus ojos azules en lontananza. Contempla la hermosura de la tierra que guarda, se deleita con la guerra que ha ganado gracias a la fuerza de su brazo y el coraje de sus hombres; nunca permitiría que las codiciosas manos de sus profanos enemigos acariciasen tan solo uno de los árboles de la magnífica Marca que él, y su estirpe legendaria de guerreros, habían erigido hasta su actual esplendor.

Caída la noche, el destacamento se decide a celebrar. En torno a la hoguera del campamento, ajena a la hecatombe, los más avezados en recetas y especias destajan cochinillos y liebres de monte, todos estos apresados previendo la victoria. Tal es la confianza que se tiene el ejército de la Marca de Wanstab. El señorito Higgins se halla entre los cocineros: de descendencia noble y fina estampa, sin duda resultaba más propio de cortes que de campamentos de tropa, pero un temperamento caprichoso, apoyado por su apellido, le habían permitido eludir el protocolo y marcharse a la guerra.

Una vez el cochinillo más rollizo está en su punto, el señorito lo retira de la brasa y le alista con delicadeza. Brillante en grasa, sutil en su aroma, podía ser digno de la cena de un rey. Lo lleva a un corrillo, quizá el más animoso, dónde Rugenklaud abatía comensales, ahora con artes más gentiles, como lo son vaciar copas y relatar hazañas. Lo recibe con ansia y lo devora él solo en un santiamén. Van y vienen otras viandas, el mejor vino, y todos los corazones se hinchan de gozo.

Satisfecho, el general se despide de la tropa y se retira al ciprés que ya en la tarde le había cobijado. Se tiende en el suelo y contempla el cielo estrellado. Pequeño e impotente, cual niño que había sido y que en el fondo no dejaba de ser, entona una sentida plegaria ancestral por la piedad de los dioses guerreros, que truecan triunfos por calamidades inciertas. Iba rindiéndose al cansancio, a la embriaguez y al sueño, cuando escucha un ruido. En instantes, el filo del hacha, siempre en su espalda, rosa el cuello del impertinente intruso. Lívido, el señorito Higgins parece más muerto que vivo. Rugenklaud guarda el hacha, y el otro, mostrándole una masa verde pastosa entre unas hojas, apenas musita unas palabras: aduce conocer la fórmula de un ungüento curativo, llegado a él por tradición oral de los ascetas de las montañas del norte, con el cual sólo pretendía hacerle más grato el sueño y leves las heridas, para que en la víspera de su entrada triunfal al gran palacio de la Marca, luciese más soberbio e imponente. A Rugenklaud la idea poco le agrada, mas el olor dulzón de la pócima y lo exhausto de su estado, lo llevan a aceptar el dichoso tratamiento. El señorito, temeroso, esparce el ungüento por las heridas, que son muchas y profundas, en el inmenso cuerpo del general.

Una ensoñación le ataja de inmediato: investido de túnicas celestiales, izando una espada sagrada, hacía frente a unas criaturas infernales que procuraban corrupción a su paso. Eran huestes malditas que brotaban de las entrañas de la tierra, consumiendo y destruyendo la obra de los dioses como el Rugenklaud del sueño. Garras, mordiscos, hálitos encendidos no alcanzaban tan siquiera a rozar el cuerpo del héroe, no así su espada deshacía enemigos en número a su paso. Lo acompañaba un pequeño sirviente: un dios menor dotado de poderes mágicos que paralizaban y contenían a las bestias. Pero, muy al contrario de sus esfuerzos, la presión de la legión no aflojaba, los embates de Rugenklaud empezaban a tornarse insuficientes y el diocesillo a agotarse. Restos infectos de los engendros ya alcanzaban sus auras divinas. Por primera vez en su vida, el fiero guerrero parecía desfallecer.

Entonces elevó su espada, templada hacia el cielo, y un círculo de luz le rodeó. El otro dios cantó un himno de palabras ocultas, tomó la hoja de la espada en sus manos y concentró la fuerza de la luz en ella. Rugenklaud sintió que un poder sin límites le invadía más allá de lo humano, saboreó el cielo en sus poros mientras se colmaba de aquella fuerza infinita. En el momento justo, soltado el último verso, la pequeña divinidad besó el filo de la espada y desapareció volando como la luz en el firmamento. Rugenklaud deshizo el viento con un rugido y soltó un golpe certero contra el suelo bajo sus pies. Una ola de energía sacudió todo lo habido en el cosmos, acabando de un solo tajo con la plaga maldita. El general sintió su propia fuerza doblegarlo y se fundió con ella en la inconsciencia.

Tan pronto despunta el primer rayo del sol, abre sus ojos. Espera un poco antes de levantarse para aclarar su mente de la resaca y la ensoñación. Medita un rato, envuelto en el amanecer de su propio terruño. Reconstruye, hace de la tibia brisa su guía al sosiego y la reflexión. Todo el asunto no podía ser otra cosa que una alegoría, una advertencia de los dioses a una falta de su parte. Entonces, lo presiente: a lo largo de la guerra, que se había prolongado por varios meses, aquel noble señorito se había esforzado en cuidar su espalda, casi como su sombra, además de velar por su bienestar en las noches en que se podían robar unas horas a la batalla; todos estos, meritosos servicios a los que hasta el momento no daba mayor crédito. Ese debía ser el reclamo de los dioses para con él.

En el campamento, el retorno estaba preparado. Rugenklaud toma su caballo y encabeza al ejército en su camino a casa. Los otros dos generales le siguen de cerca, y más atrás el grueso de sus filas. La jornada es ardua. A paso apretado, los hombres sobrellevan el ansia con estallidos de alegría, brindis y bromas. Sin embargo, el general permanece inescrutable sobre su caballo, dubita profundo sobre sus conclusiones acerca de la ensoñación. El eco de una sensación traiciona su teoría y le mantiene inquieto. Suspira.

Cayendo la tarde, con las puertas del fuerte principal de la Marca a la vista, Rugenklaud da la orden de llamar al señorito Higgins, le solicita cabalgar junto a él y portar el estandarte de la victoria. Le cuesta comprender a la compañía lo que sucede. El señorito, sonrojado y de nuevo temeroso, procura acatar con la gallardía que sus nervios le permiten, la invaluable tarea.

El castillo revienta de alegría, el Marqués saluda las tropas desde su balcón, las mujeres y los niños abarrotan las calles e inundan con gritos y cánticos la procesión triunfal. Las filas se van deshaciendo, cada uno encuentra a los suyos y se retiran a sus añoradas estancias. Rugenklaud se despide de todos, palmotea la espalda del señorito Higgins y desvía su montura por una callejuela adyacente.

Avanza un pequeño trecho y amarra su caballo al postigo de siempre. Del otro lado del portón, relumbrando con la luz del horno, una mujer dorada prepara la cena. Tan pronto lo ve se le abalanza, le abraza fuerte y derrama lágrimas de agradecimiento al cielo. Besa su rostro y le ruega un momento para ofrecerle un gran banquete. Él devuelve las caricias y le regala una sonrisa. Su mujer nunca ha ido a recibirlo al desfile, el temor de no verle regresar le hace sufrir mucho.

Camina a la puerta trasera y la atraviesa. Dos pequeñines juegan entre ellos con espadas de madera. Rugenklaud los atrapa con sus brazos y los levanta del suelo, ellos patalean y festejan la llegada de su padre; forcejean un rato hasta cuando los llaman desde la casa. Los platos hierven en estofado de puerco con patatas, un tanto insípido pero con sabor de hogar. Todos esperan anhelantes los relatos. El padre comienza, pero al poco tiempo se detiene; algo le inquieta, no ve en sus ojos el brillo preciso, sus rostros no se maravillan suficiente, su gloria no resuena en sus almas, parece una habladuría más; se permite mezclar en su historia momentos de su ensoñación y no lo advierten, no diferencian un embate sublime de uno decoroso, la furia del brío, y resume lo que queda de su relato, que pudo durar días, en unas cuantas frases. Los niños festejan y escapan de nuevo a jugar con sus espadas. Su mujer le aprieta una mano, recoge los trastos, y promete estar pronto en el lecho.

Rugenklaud, desconcertado, sale por la puerta de atrás y camina hacia el río que rodea la ciudad. Miles de cosas le dan vueltas por la cabeza. Su mujer ya tiene algunas arrugas, cabellos de plata brotan aquí y allá, mas la edad no ha borrado la estulticia. Los dos barrigones aparecen torpes a sus ojos, incapaces de blandir con destreza esos palos que tienen por juguetes. La tierra incólume en su belleza, el fragor desapareciendo y la vida perdiendo sentido. Se desnuda en la orilla y se sumerge en el torrente que corre tranquilo. Le aterra volver a ese lecho suave, que venga el tiempo con una horda interminable de enanos lerdos, armados con palos, mientras le crece una barriga de estofados y los embates de su hacha se tornan insuficientes. ¿Y si el único reflejo que le resta a su hacha es el de su vejez? Rugenklaud intenta nadar para distraerse, lucha contra las aguas mansas para no rendirse a la legión de pensamientos pero no lo consigue. Desespera.

Se tiende en la orilla y contempla el cielo estrellado. Pequeño e impotente, entona una sentida plegaria ancestral ante la crueldad de los dioses guerreros, que trocaron triunfos por calamidades inciertas. A la plegaria se le une el eco traicionero y entonces ya lo sabe.

Clama, acepta, espera.

Tal vez alguien más clama en otro lugar de la Marca, alguien capaz de regalarle una nueva guerra, retornarle aunque sea con mesura aquel fragor y consolar así su cuerpo hambriento de victoria... Alguien más que acepta la verdad en el eco, lo que de calamidad nada tiene… Alguien más que espera que esta pluma no le engañe y llegue por fin otra noche de ensueño con mi querido Rugenklaud.