lunes, mayo 05, 2014

La cuidad y los afanes


Baile matutino

La semana pasada hubo una reunión de trabajo en otro edificio, a una estación de distancia. Fue temprano en la mañana, así que requirió hacer ese nado sincronizado tan capitalino para cambiar de trenes a tiempo entre el torrente de pasajeros de la hora pico. 

Esa faena encierra todo lo bueno y todo lo malo del sistema de metro de la ciudad: con siete millones de personas moviéndose al tiempo, cuesta creer que mayor eficiencia sea posible; sin embargo, la eficiencia del sistema es el cansancio de las personas. Siempre hay un tren al que se puede llegar con un poco más de esfuerzo, afanando el paso o metiéndose a la fuerza, y lograr alcanzarlo se siente maravilloso, como si se le ganaran un duelo a la existencia. Con ese pensamiento se va corriendo detrás de cada tren, y sin pensarlo al final del día se llega molido, sin que esos minutos de más reconforten de manera alguna al cuerpo. Suena paradójico, pero viviendo en provincia, con dos o tres trenes por hora, se es más dueño del bienestar propio que con la marea de trenes de la capital. 

El cambio preciso de trenes requiere un conocimiento detallado del procedimiento: la topografía de la estación, la dirección de las corrientes de personas, la disposición de escaleras y corredores en relación con los vagones del metro. Si por ejemplo uno se sube en el vagón seis pero la escalera a la otra línea está en el dos, fácilmente se le adicionan cien metros al trayecto, lo que puede significar un cambio infructuoso. 

El sistema sin embargo nos invita a intentar el nado sincronizado desde la primera vez. En cada estación del metro hay listados identificando en que vagón es mejor subirse según la estación de destino. Con un poco de olfato se puede seguir la corriente y llegar al otro tren de manera eficiente.

Esta obsesión genera una cierta ceguera que puede ser peligrosa. No hay tiempo para verificar la validez de las instrucciones y se puede encontrar con alguna sorpresa desagradable. No es raro subirse en la dirección contraria, obligando a desandar un trayecto, perder tiempo y apretarse el doble. Si el cambio de trenes implica cambiar de compañía, entonces hay que usar la puerta correcta para no pagar más. 

Y también están los vagones exclusivos para mujeres. 

El afán del cambio preciso puede incluso con ese rosa chillón. La carrera de la escalera a la puerta es así de frenética. Por suerte, el copiloto del tren, encargado de cerrar las puertas sin llevar a medio pasajero por fuera, alcanza a darse cuenta de que un extranjero encorbatado acaba de infiltrarse en el harem. Además ese vagón apesta horrible a todo eso que se untan las señoritas de la capital. Imposible sobrevivir en ese pH tan si quiera una estación. No se sabe si por hábito o por diversión, el copiloto permite que el extranjero se baje y corra al siguiente vagón disponible, donde huele a lo de siempre. La compasión de esos tantos millones de pasajeros alcanza para donar esos segundos de su carrera matutina.