domingo, marzo 25, 2012

Animales maravillosos y ciencias sociales


Elefantes en Nikko, Tochigi

Hubo unos años antes de que el Shogunato Tokugawa se decidiera a cerrar su fronteras al mundo durante los cuales los moradores del archipiélago japonés alcanzaron a enterarse de algunos detalles sobre como era el resto del mundo. Cosas insignificantes para la época como que la gente celebraba los cumpleaños, que el mundo mismo era redondo y que existían tierras lejanas donde habitaban todo tipo de criaturas extrañas. 

Sin fotografía o medios masivos para viajar, la dispersión de este conocimiento se hacía así, a las oídas; las descripciones de aquellos lugares misteriosos pasaban de boca en boca, se incluían en algunos textos y luego eran traducidas de nuevo en imágenes. 

Fue así como fueron concebidos algunos de los animales salvajes que adornan los templos en Nikko, 140 Km al norte de Tokyo. Al elefante de la derecha, por ejemplo, le cae la barriga como si fuera una ballena. Las orejas le salen en tubo cual lirio, y la cola parece ser la de un caballo. Dadas las licencias poéticas a las que tienen derecho los artesanos, no se puede ser muy exigente con el color, y más de uno coincidirá en que es relativamente sencillo describir una pata de elefante—aunque las uñas se ven un tanto garrudas. 

Un proceso un poco diferente es el que sucedió con las jirafas. En japonés, 麒麟 (kirin) es el nombre con el que se conocen a estos cuadrúpedos de cuellos larguiruchos, el cuál se utilizaba antes para describir un animal mitológico proveniente de la tradición china. Estos últimos eran una especie de unicornio atrigado cuyo cuerpo permanecía rodeado en fuego. Según Wikipedia, después de que un viajero chino trajo del África un par de jirafas y las instaló en la bonita Nanjing, la criatura mitológica y la bonita jirafa convergieron en la iconografía del este asiático. Un bonito ejemplo de (casi) todos los días es el logo de la cervecería Kirin, una de las más importantes de Japón.


De esta historia me acordaba el otro día que entre a escuchar una charla de un profesor de Rutgers sobre la situación de la guerra contra las drogas en México.  El profesor sacaba cifras de muertos, usaba diapositivas con mapas, contaba de que familia era cual, de cual otra Pascual; quien le hizo que a quien, como el otro se vengó y como el otro se re-vengó y así hasta el sol de hoy. El público, bastante reducido por cierto, escuchaba sin inmutarse, tal vez un poco por la forma de ser del japonés y otro poco por la tediosa traducción no simultánea. De los detalles más macabros de la violencia manita, el profesor pasó a culpar al modelo capitalista y neoliberal de todos los males del mundo. Un estudiante comprometido le preguntó que podían los japoneses hacer para ayudar a México a superar este problema. El profesor, claramente en problemas porque en la isla poco se consumen drogas, después de balbucear algo sobre la Yakuza dijo algo sobre ser menos capitalista y neoliberal...

En medio del circo ¿qué imagen pintaría de México quienes escucharon aquella historia? Aún con todos los adelantos tecnológicos que existen y siglos desde el advenimiento de la Ilustración, las imágenes que trasmitimos de otras realidades mantienen ese misticismo de maravilla que transportaban los viajeros de épocas remotas. Tan fácil como es cuadrar el enfoque para que no salga un elemento importante que desvirtúe la foto que se quiere tomar, es contar una historia que reduzca una sociedad y una geografía a una guerra entre emprendedores violentos. Dirán que las estadísticas son la respuesta, pero estas son a su vez reducciones con sus propios problemas

¿Qué tan oximorónicas son las ciencias sociales? ¿Dependerá de quién pinte los morracos? Tal vez.  


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