sábado, octubre 20, 2007

Encuentros cercanos de no cualquier tipo

Creo que sé lo que se imaginan

Una tarde, por cuestiones de trabajo, salí a tomarme un café con una secretaria de la facultad. Me comentó que una amiga trabajaba en un lugar muy agradable en el cuál podríamos conversar a gusto. No se dijo más y llegamos al sitio en cuestión de minutos. El café resultó ser un espacioso salón completamente blanco, amoblado con sillas y mesas desiguales, todas con un aire vetusto. La parte posterior del local daba a la orilla del río Hirose y como estábamos en pleno verano también había una sección de parasoles, la cual no visitamos por temor a los mosquitos. Pese a la cercanía, el murmullo del río era totalmente cubierto por alguna pieza desconocida de música clásica. En suma, el ambiente impecable, de una rigidez occidental trastornada por el verde exuberante en el exterior visible y los pocos japoneses - más las que los, por supuesto - que aquí y allá comían y charlaban, me dio la impresión de estar tan forzado que enseguida quedé tensionado, incómodo. Hay que sumarle a esto que mi compañía no ayudaba mucho en esto - una mujer delgada y alta, tal vez entrando en sus cuarentas, que se encarga de los asuntos académicos y administrativos de mi programa - por obvias razones.

Nos sentamos en una mesa central y miramos la carta. No se si han tenido la experiencia de visitar un lugar similar al que les describo - que los hay varios en Bogotá, por lo menos - pero ese capricho postmoderno de las sillas dispares es tan enervante en el momento de acomodarse, pues nunca se logra quedar a la par ni de la mesa ni del acompañante, obligándolo a uno a revolverse constantemente en su puesto para poder hablar y mirar el menú hasta que, del cansancio, no queda otra que resignarse al mobiliario que le tocó en suerte y a charlar y a comer como si fuese uno Cuasimodo.

La secretaria fue entonces por agua, pues dijo que como era amiga también de los dueños a ella no la trataban con todo el protocolo japonés y le tocaba atenderse sola. No entendí muy bien la cosa pero aproveché para intentar una vez más acomodarme en mi sitio. Entonces volvió con los dos vasos más la compañía de una señora ya casi en sus cincuentas, supongo yo, con toda la lozanía que caracteriza a las niponas, y unos ojos cafés brillantísimos, artificialmente fulgurantes, como si estuviesen a punto de desbordar en lágrimas de miel. Este tipo de lentes de contacto son comunes en Japón y no me hubieran generado mayor impacto si la señora esta no se me hubiera quedado mirando fijamente, sin pestañear, mientras repetía una y otra vez: "Precioso, precioso, precioso..."

Estoy seguro que para ambas era notoria la manera en que temblaba y apretaba el menú sobre la mesa. La señora le preguntó entonces a la secretaria de donde me había sacado, que hacía tiempo no veía una cara tan hermosa. Luego atinó a preguntar si yo hablaba japonés, con lo que pensé iba a moderar sus comentarios pero, que va, siguió repitiendo halagos mientras se presentaba y preguntaba detalles sobre mi vida. Cuando al fin pareció satisfecha de verme - o disuadida por mis tartamudeos - me preguntó que qué quería, y yo sólo pude decir que lo que ella me recomendase, a lo que señaló algo en las páginas humedecidas entre mis manos y se dio media vuelta. La secretaria tuvo que detenerla porque no le había tomado la orden y, cuando le pidió algo, la señora dijo que eso no, y mientras se iba agregó que mejor ella le traía otra cosa. Comentó Yoko, mi acompañante, que su amiga, dueña de este y otro café en la ciudad, era muy graciosa, a lo que yo hubiera podido añadir otra docena de adjetivos si mi japonés fuese más fluido y el pánico no me limitara a los monosílabos.

Al instante volvió la patrona de los ojos fulgurantes, no con los cafés y las colaciones que esperaba, sino con un hombre alto, robusto, de su edad tal vez, a quien presentó como su esposo para en seguida mencionar que alguna vez había estado en Chile, con lo que este alzó la mano y me saludo con un sonido gutural grave que parecía ser italiano. Yo, en mi silla incómoda, amenazado por los ojos miel, la secretaria, el esposo amistoso, atrapado por el blanco prístino del cuarto y el chillido de violines y de conversaciones casuales aquí y allá ocultando un río torrentoso rodeado de verde y de mosquitos, hice un esfuerzo sobrehumano para levantar también mi mano y mascullar una replica fonéticamente idéntica al rugido con que se ponía a prueba la calidad de mi anfitrión.

No hubiera soportado un sobresalto más. Apreté las piernas par no orinarme. A mis interlocutores se unieron dos adolescentes, hijos de la pareja, pero ya el circuito de emergencia de mi japonés se había saltado y asentía con cara de enajenado en medio de un viaje astral, lejos lejos, escondido en ese útero ideal que sólo recuerda el inconsciente, del cual a veces quisiéramos no haber salido nunca. Al parecer mi semblante por fin le comunicó al corrillo mi estado nervioso, que se apuró a despedirse y a volver a sus lugares en el local. Vinieron las cafés y evacuamos la conversación sobre el trabajo rápidamente. La secretaria añadió que señoras como esa abundaban en Tokyo y que si algún día en el futuro me mudaba a esa ciudad seguramente se me acercarían por la calle a ofrecerme dinero por acompañarlas. Añadió luego, bajando la voz y acercándose sobre la mesa como para decir un secreto, que incluso ella, la dueña del restaurante, ya había tenido un affair de estos, pero el esposo se había dado cuenta y tuvo que dejar de verlo. La secretaria volvió a su puesto y remató su confidencia, como si no hubiese sido ya suficiente, con una pregunta indiscreta: ¿sería yo capaz de estar con una señora de esas? Escuché sus palabras sintiendo como se me iba aflojando todo. Contesté que no sabía, que quien sabe, y me paré al baño. Oriné sentado para mayor tranquilidad, con los codos sobre las rodillas y las manos apretando mi rostro tenso. Me reconforté en la oscuridad calida y húmeda de mis palmas hasta soltar un fuerte suspiro e intentar con ello detener el temblor nervioso que me recorría todo el cuerpo, pero cuando logré reunir fuerzas para volver a mi puesto e intentar escapar como fuese posible, volteé la mirada y me encontré con el accesorio de la fotografía.

Entendí entonces que estaba atrapado y que mejor sería no salir nunca de ese baño.

Comiendo colaciones,

panÓptiko

1 comentario:

Anónimo dijo...

estoy de acuerdo: precioso!