jueves, noviembre 02, 2006

Torta de Pan

Constante atardecer en la montaña


Anoche tuve un sueño triste. Bueno, feliz en su momento pero devastador al abrir los ojos. Después de varios años, volví a jugar con Pegaso. Además de la nostalgia inherente, el recuerdo trae consigo una contrariedad. Desde que investigo sobre el sufrimiento de muchos alrededor de la Tierra, amar a un animal se torna criminal, genera culpa.


En mi defensa debo decir que todos los mamíferos compartimos un legado de dependencia materna, y con ello un sentir político. Van juntos porque la indefensión de un parto requiere del apoyo de un grupo, involucra una familia, una puja. Según la posición se accede a ciertas comodidades, se juega la vida, y no se trata de ganársela a golpes, cuentan caras, ojitos, aullidos, monerías. De simpatizar, obedecer, enfrentar, incluso traicionar o abandonar, en el momento correcto al ser indicado en el ambiente preciso puede depender mantener este arreglo de átomos moviéndose por sí mismo.

Y es precisamente en el ejercicio inter especies de estos juegos que entendemos cuan básicos somos, que tan fácil es ser manipulados y lo dispuestos que estamos a ello.

Debo agregar que se trata de una necesidad, no de un capricho o una niñería, una en la que no siempre tenemos éxito. No necesito enumerar acá los miles de choques sociales que sufrimos durante toda la vida. Mas para todos ellos, nuestros queridos mamíferos siempre están para consolarnos; a su manera, por poco o nada.

Se que suena egoísta, pero creo que es una alternativa que salva vidas, reduciendo inadaptados o conteniendo psicópatas; cualquiera que sea el que llevemos dentro.

Sin más, los dejo con un cuento que escribí en el primer aniversario, para que la letra esté menos muerta.

Torta de Pan

Mamá dejó el plato en la mesa y vino hasta el sofá en el que yo veía televisión. Con ella un aroma dulzón, un recuerdo. Mamá se sentó y tomó mi mano. La examinó como asegurándose de que era yo, su bebé, el dueño de esa mano gigante. Yo tampoco pensaba en lo que sucedía en la pantalla. El olor recorría mi cabeza y me devolvía en el tiempo. Permanecimos un rato en silencio.

Cuando una lágrima de Mamá me alcanzó, ambos nos decidimos. “¿Ya?”. Ella asintió. Diez años para decirlo de nuevo: “Está servida”, dejó despacio mi mano y se perdió en su alcoba. Apagué y caminé hacia la mesa. Estaba ahí, paciente, una buena rebanada, tal vez una cuarta parte, enfriándose en mi puesto. Un hilillo de vapor se elevaba de la rebanada hasta hacerse difuso y omnipresente. Lo seguí hasta mi silla. Agarré la cucharita y la sostuve en el aire como si fuera una ejecución, yo el verdugo, y el filo reluciente no tuviera otra opción que arrebatar una vida. La enterré toda, de un solo tajo. El bocadillo brotó espeso de la herida, escandaloso, haciéndose charco en el plato. Contemplé el cuadro en silencio, sin aventurarme a consumarlo. Poco a poco el mundo recobró su quietud mientras yo la perdía y lloraba cómo lo hubiera hecho hace todos esos años, cuando no sabía, cuando no podía imaginar ese amor sin límites, esa devoción, cuando no alcanzaba a comprender la felicidad de las pequeñas cosas y me complicaba la vida con prejuicios y estupideces. La certeza reposaba aún en la cucharita y tenía que tragármela. La masa se hizo compacta e insípida ante le fuerza dulce con la que el bocadillo se apoderó de mi boca, mas sin opción alguna, juntos fueron una sola cosa ahí adentro, pasaron a ser parte de mí. No encontré consuelo. Esas cosas pasan en la vida y tenía que aceptarlo.

Después del primer bocado, el resto fue cuestión de inercia. El complejo amasijo color caramelo terminó por desaparecer con sencillez tras su difícil concepción, para la que fueron necesarios: un horneado preciso, obviamente un horno, un molde, polvo de hornear, bocadillo, pero sobre todo, pan. Pan duro, pan viejo, pan acumulado por días, semanas, meses en los que no dejé de rogar al cielo que volvieras por él como siempre, como lo hiciste durante nueve años, mi querido, y por fin alado, Pegaso.

a mi perro, que feliz y libre sea
dónde quiera que esté

Cielo como dibujado en el camino

Debo admitir que tampoco fue un buen día.

Dame tu fuerza, Pegaso,

panÓptiko

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y qué nos creemos para pensar que nuestro sufrimiento es más o menos importantes que el de las otras especies?

Culpa?

Eso de empezar a preocuparse por el sufrimiento de muchos al rededor de la Tierra lo esta convirtiendo en un ser avaro y egoista.

panÓptiko dijo...

Querido yonosoyjim:

Durante mi estancia en la universidad de séneca tuve un profesor que de haber visto su mensaje, lo hubiera acusado de terrorista, enemigo de la sociedad. El punto de él es que las leyes, y en general nuestra sociedad, están diseñadas para velar por los seres humanos, no los animales; de manera que la mitad de los ambientalistas caian dentro de la susodicha calaña.Entiendo esa posición, pero doy crédito a los animales domésticos como miembros de la sociedad con funciones valiosas. Eso es lo que digo en el post.

Absteniéndome de usar el argumento anterior, cuando pide consideración por otras especies, olvidando la evolución y que las otras especies no tienen consideraciones, me parece que pone usted al humano en el papel de Dios, lo cual me hace pensar que se esta convirtiendo en un ser arrogante.