Miguel
(@juglardelzipa) escribió un post la semana pasada sobre la inseguridad
en Bogotá, ante la popularidad de un trino suyo muy atinado sobre lo malo
que es vivir con medio en la ciudad y, sobre todo, a la ciudad. Comparto el
mensaje práctico y apoyo el llamado que hace a usar la ciudad sin miedo. Nada
más triste que no poder andar por su hogar a gusto, que se vuelva un lugar
inhóspito donde las horas permanecidas se le resten a la calidad de vida de sus
habitantes.
Además,
no está de más recordar que la capacidad mental de los humanos es limitada y
valiosa. Todo el esfuerzo que se le pone a la protección personal es esfuerzo
que no se le está poniendo a otras cuestiones mucho más trascendentales. Esa
sea quizá otra forma en que la inseguridad se retro-alimenta: exige gastar
tiempo pensando en como defenderse, el cual se le resta a indagar sobre la
naturaleza de la amenaza—o sobre la improcedencia de la medida de seguridad
existente, cómo bien observa Miguel.
En
octubre pasado conocí un investigador español en temas de construcción de la
paz que me hizo un comentario al respecto. Había hecho trabajo de campo en
Colombia, viviendo en Bogotá por un tiempo, el cual pasó sin mayores sobresaltos.
Sin embargo, ahora que buscaba nuevos rumbos laborales, volver al país no le
atraía para nada: aunque nunca lo robaron, encontraba opresivo que todo el
mundo le dijera que tuviera cuidado, que tuviera que estar en alerta
permanente. En Japón, los extranjeros no caucásicos nos acostumbramos a que la
gente se asuste de nosotros; pero ahora que estuve en Colombia sentí como hace
rato no sentía que también yo debía asustarme del otro. Y sí, es una
característica de la sociedad que pesa cuando se considera volver o no al
país.
Ni al
español ni a mí se nos ocurrieron entonces soluciones prácticas para cambiar
esta mentalidad. El círculo vicioso del “miedo al crimen” es uno bien reconocido,
sobre el que existe todo una sub-disciplina académica, a pesar de la cual aún
hay mucho por hacer. La invitación de Miguel es valiosa pero es incierto cuanta
gente pueda ser convencida de esta manera. Yendo y viniendo en el Transmilenio
el mes pasado, pensaba que una estrategia con mejores prospectos es convencerlos
de hacerle “free rider” al miedo de todos. Es decir, venderles la idea de que
la gente alrededor se cuida tanto que uno puede no cuidarse y aún estar
protegido por los ojos alerta de los conciudadanos. Tal vez sea un pajazo
mental, pero puede ser un primer paso.
Otra
invitación que se me ocurre es a tomarse el problema con espíritu científico.
Para aquellos que les interesa el tema y están a tiempo de hacerlo,
experimentar y publicar sobre el crimen en la ciudad es una tarea pendiente.
Las últimas dos visitas a Bogotá he pasado bastante tiempo en las librerías
buscando literatura local sobre seguridad y es un poco desesperanzador lo poco
que se encuentra. Lo que hay viene regularmente del derecho—lo que refuerza la
queja de Miguel—y carece de robustez y detalle estadístico y casuístico. Con
toda la importancia que le dan al crimen los bogotanos, es increíble encontrar
tan poca literatura al respecto.
Dicha
búsqueda necesita un montón de trabajo micro y puede representar riesgos para
el investigador, pero creo que la ciudad lo valen. Habría que ir personalmente
a medir, lo que supone exponerse al crimen. Pero otros profesionales como los
médicos corren esos riesgos todo el tiempo y es precisamente por ello que son
apreciados. Las visitas de Miguel a Guadalupe podrían convertirse en una tesis
sobre percepción, realidad y recuperación de la ciudad. A la medida que se
sumen resultados, es difícil creer que crezca el interés y fluya el apoyo
público y privado—no por nada, las encuestas de victimización las apoya la
Cámara de Comercio.
Para
poner un ejemplo, hace unos años salió en el Tiempo un artículo sobre la
efectividad de los agentes de tránsito en ciertas esquinas de Bogotá. El
trabajo consistió en analizar muchas horas de video y ver los efectos de la
presencia de la policía. En esa oportunidad, busqué al autor de la columna, un
profesor de los Andes que conocía porque trabajaba en contaminación del aire, y
él me contactó con un estudiante de pregrado que desarrolló el estudio. El
estudiante me contó sobre su curiosidad sobre el tema y como los medios y la
misma policía lo buscaron para conocer la investigación a fondo. Con todo lo
valioso, parece que el esfuerzo del hombre fue una rueda suelta en la torre de
marfil.
Ojalá
pronto se le ponga remedio a este vacío mientras que la gente disfruta más de
su ciudad.
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