Esta entrada llega casi dos meses tarde, no sin vergüenza. El 28 de febrero salí de Kyoto a Fukushima para pasar un par de semanas en la zona de desastre y ver como seguían evolucionando las cosas. El plan era llegar a Minami Soma y dar una vuelta por la antigua zona evacuada alrededor de los reactores nucleares, luego subir a donde unos amigos en Tome, Miyagi, pasar el fin de semana de voluntario en Ofunato, Iwate, y luego visitar Sendai hasta el 11 de marzo. Además de recolectar testimonios adicionales para la investigación, llevaba el firme propósito de escribir una entrada para la fecha, en la cual se viera reflejado todo el trabajo y reflexión de estos dos años.
Suele pasar que las grandes expectativas terminan en frustración. La magnitud de la tragedia y el caos de sentimientos que aún se siente después del triple desastre desafían el poder de lo que las palabras pueden decir. Es tan contundente esta sensación, que me parecía imposible que algo pudiese ser dicho sin perturbar la memoria de los muertos y desaparecidos, sin ofender a sus seres queridos y a los que aún sufren. El silencio parecía más delicado, más diciente, pero es difícil de imaginar que el mundo calle por más de un minuto. Quedaba entonces escuchar, ver, leer lo que los demás tenían que decir.
Dos detalles me llamaron la atención. Primero, el afán de llamar al público a no olvidar la tragedia. Esto tiene múltiples intenciones, todas buenas: insta a los políticos a darle prioridad a las tareas de reconstrucción; así mismo motiva al público y al sector privado a apoyar el proceso y las iniciativas locales para reinventar las áreas afectadas; además, el miedo a otra tragedia semejante se supone que persuade a la gente de prepararse mejor antes de que sea tarde.
No obstante, este no es un mensaje para las personas que viven en Fukushima, o en las costas de Miyagi e Iwate, para quienes perdieron a alguien o fueron desplazados de sus pueblos, tal vez de por vida. Es odioso encontrarse con esta petición contra el olvido mientras se está en un hogar temporal, evitando tocar las paredes del container por lo frías que se ponen en invierno, hablando pasito para que no escuchen los vecinos.
Sin duda son más los que necesitan ser recordados, y puede uno hacerse el de la vista gorda cada vez que se repite el llamada. Aún así, parece imposible de creer que la fecha en sí no sea suficiente para que recordar la tragedia. Si la gente necesita ser advertida contra el olvido, los otros 364 días parecen más apropiados.
El otro detalle provino de adentro. El deseo de escribir algo más trascendental me obligó a cuestionarme el cariz de cada una de las palabras que se usaban para anunciar el evento. Una barrera infranqueable apareció desde el comienzo: tan odioso como pedir que no olvidaran la tragedia parecía aquello de llamar a la fecha un aniversario.
En español, aniversario tiene un significado en apariencia neutro, mero indicador de años, pero su uso tiende a lo positivo. ¿Qué opinan? Tal vez sea porque los aniversarios se celebren y, como decían los Cadilacs, no hay nada que celebrar.
Por esos mismos días se cumplían diez años de la invasión estadounidense a Iraq, y el New York Times titulaba "10 años después, un aniversario que muchos iraquíes preferirían ignorar". Los elementos se repiten ante la tragedia: recordar/olvidar, celebrar/ignorar. Cabe entonces preguntarse si la falta de una palabra menos ambigua, que refleje la tristeza y el dolor que no desaparece, hace parte del problema de enfrentarse al pasado sin que la lengua traicione al corazón.
En japonés, la ceremonia del 11 a las 2:46 fue presentada como 追悼 (tsuitou), que traduce luto, o en inglés "memorial", pero esta palabra tampoco parece traducir bien al español: es homenaje, que vuelve y choca con el sentido de la fecha, o "en memoria", pero este no es sustantivo entonces tampoco sirve. La idea del luto es la que parece acercarse más a lo que ni se olvida ni se celebra. Con luto puedo uno acercarse a los sobrevivientes y escuchar sus dichas y el eco de sus penurias sin ser condescendiente, sin obligarlos a sonreír para que los voluntarios se sientan satisfechos de su buena labor.
Tal vez en la cultura católica el luto sea más famoso por ser un yugo impuesto a las viudas para que guarden compostura, un formalismo que se purga para volver a la normalidad, y por tanto un recurso finito para lidiar con la irreversibilidad de la muerte. Esta paradoja tiene menos sentido a la luz de la catástrofe, desnuda una batalla perdida contra la nimiedad de la existencia humana. El luto que sigue a la tragedia nunca se acaba, es una conversación que se mantiene ahí presente, y tiene todo el sentido.
Exacto. Una conversación, aunque tarde un año por cada palabra.
Suele pasar que las grandes expectativas terminan en frustración. La magnitud de la tragedia y el caos de sentimientos que aún se siente después del triple desastre desafían el poder de lo que las palabras pueden decir. Es tan contundente esta sensación, que me parecía imposible que algo pudiese ser dicho sin perturbar la memoria de los muertos y desaparecidos, sin ofender a sus seres queridos y a los que aún sufren. El silencio parecía más delicado, más diciente, pero es difícil de imaginar que el mundo calle por más de un minuto. Quedaba entonces escuchar, ver, leer lo que los demás tenían que decir.
Dos detalles me llamaron la atención. Primero, el afán de llamar al público a no olvidar la tragedia. Esto tiene múltiples intenciones, todas buenas: insta a los políticos a darle prioridad a las tareas de reconstrucción; así mismo motiva al público y al sector privado a apoyar el proceso y las iniciativas locales para reinventar las áreas afectadas; además, el miedo a otra tragedia semejante se supone que persuade a la gente de prepararse mejor antes de que sea tarde.
No obstante, este no es un mensaje para las personas que viven en Fukushima, o en las costas de Miyagi e Iwate, para quienes perdieron a alguien o fueron desplazados de sus pueblos, tal vez de por vida. Es odioso encontrarse con esta petición contra el olvido mientras se está en un hogar temporal, evitando tocar las paredes del container por lo frías que se ponen en invierno, hablando pasito para que no escuchen los vecinos.
Sin duda son más los que necesitan ser recordados, y puede uno hacerse el de la vista gorda cada vez que se repite el llamada. Aún así, parece imposible de creer que la fecha en sí no sea suficiente para que recordar la tragedia. Si la gente necesita ser advertida contra el olvido, los otros 364 días parecen más apropiados.
El otro detalle provino de adentro. El deseo de escribir algo más trascendental me obligó a cuestionarme el cariz de cada una de las palabras que se usaban para anunciar el evento. Una barrera infranqueable apareció desde el comienzo: tan odioso como pedir que no olvidaran la tragedia parecía aquello de llamar a la fecha un aniversario.
En español, aniversario tiene un significado en apariencia neutro, mero indicador de años, pero su uso tiende a lo positivo. ¿Qué opinan? Tal vez sea porque los aniversarios se celebren y, como decían los Cadilacs, no hay nada que celebrar.
Por esos mismos días se cumplían diez años de la invasión estadounidense a Iraq, y el New York Times titulaba "10 años después, un aniversario que muchos iraquíes preferirían ignorar". Los elementos se repiten ante la tragedia: recordar/olvidar, celebrar/ignorar. Cabe entonces preguntarse si la falta de una palabra menos ambigua, que refleje la tristeza y el dolor que no desaparece, hace parte del problema de enfrentarse al pasado sin que la lengua traicione al corazón.
En japonés, la ceremonia del 11 a las 2:46 fue presentada como 追悼 (tsuitou), que traduce luto, o en inglés "memorial", pero esta palabra tampoco parece traducir bien al español: es homenaje, que vuelve y choca con el sentido de la fecha, o "en memoria", pero este no es sustantivo entonces tampoco sirve. La idea del luto es la que parece acercarse más a lo que ni se olvida ni se celebra. Con luto puedo uno acercarse a los sobrevivientes y escuchar sus dichas y el eco de sus penurias sin ser condescendiente, sin obligarlos a sonreír para que los voluntarios se sientan satisfechos de su buena labor.
Tal vez en la cultura católica el luto sea más famoso por ser un yugo impuesto a las viudas para que guarden compostura, un formalismo que se purga para volver a la normalidad, y por tanto un recurso finito para lidiar con la irreversibilidad de la muerte. Esta paradoja tiene menos sentido a la luz de la catástrofe, desnuda una batalla perdida contra la nimiedad de la existencia humana. El luto que sigue a la tragedia nunca se acaba, es una conversación que se mantiene ahí presente, y tiene todo el sentido.
Exacto. Una conversación, aunque tarde un año por cada palabra.
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