Todo comenzó hace muchos años cuando vivía en Venezuela y seguía de cerca las peripecias de Ultraman. Son tiempos inaccesibles en mi cabeza, de los cuales difícilmente recuerdo la ciudad de Caracas, pero sí ese dinosaurio nefando, o ese calamar intrépido que amenazaba con destruir la preciosa civilización que el magnífico equipo científico protegía con su vida. Bueno, con la de Ultraman, cada vez que el bicho adquiría dimensiones inconmensurables.
Ahora me pregunto que influencia pudieron tener en mi tierna formación estos abnegados japoneses, científicos capaces de las más grandes proezas por el bien mundial. Tal vez a ellos se deba en buena parte mi fascinación por la ciencia y, por otro lado, por estar familiarizado con ellos, creo que nunca se me hizo raro ver a gente con ojos rasgados por la calle, ni los señalé o incomodé con la mirada. (Supongo que entienden que lo contrario me pasa con frecuencia por estos lares)
Luego vino la época de la perubólica, y otro desafío de legiones infernales amenazando la pacífica existencia terrestre. No se cuantos recuerden a Liveman, pero para mi marca el cierre de mi relación honesta con el sentai, que así se conoce a este genero de entretenimiento. Se trataba de un grupo de estudiantes con habilidades en artes marciales – y danza coreográfica – que, cuando la cosa se ponía ruda, disponían de un robot para enfrentar un sin fin de engendros, hechos a partir de cualquier objeto imaginable, agigantados cuando casi se les daba por vencidos, gracias a los poderes de los misteriosos – y, de paso, andróginos - doctores malignos. El detalle del robot, que se llevo no sin resquemor la trusa gigante, vino a rememorar los buenos tiempos de Mazinger, Dínamo o el Vengador, de los que no se si algún día hablaré.
(Para contextualizar al lector que aún no sabe de que estoy hablando, de este género – copiado y más bien “de generado” - es que vienen los power rangers)
Al poco tiempo de llegar, dentro de las personalidades que decoran la rutina diaria, me fui encontrando aquellos villanos del sentai de mi infancia. Como era de esperarse, son menos feos de cómo se veían, y un poco más flacos – la cámara siempre te sube unos kilitos. Tampoco se dedican a hacer el mal, mas bien son buenas personas; aprovechan su grado de recordación e imagen para impulsar productos y eventos que pocas veces coinciden con su esencia, pero a los cuales se acoplan rápidamente. Porque ¿qué hay que no podamos identificar con una reina de belleza o un vil engendro del espacio exterior?
Por lo pronto yo, amante de las causas perdidas, me les uní por un rato, para acabar con los estigmas y ponerme en sus zapatos o, mejor dicho, en su cara.
Espant oso
panÓptiko