¿Qué hace uno la mañana del sábado después del sismo más fuerte en la historia de Japón? Ir a trabajar, por supuesto.
Confieso que esto me tomó por sorpresa. Sobrevivir era todo lo que me importaba, así que cuando Hiroko dijo que tenía que estar como siempre en el trabajo a las 8 AM me molesté. Supongo me entienden: con olas gigantes llevándose pueblos, réplicas cada diez minutos, sirenas yendo y viniendo, el trabajo era lo último que se me pasaba por la cabeza. Sin embargo, cuando uno tiene un trabajo de servicio a la comunidad, nutricionista en un kinder en su caso, todo lo que esté al alcance hacer por los demás puede hacer la diferencia. Los rescatistas, los soldados, los bomberos, los que atienden en estaciones de servicio, supermercados, etc., también tienen niños, y si ellos no pueden ir a hacer su trabajo por cuidar los niños, las cosas serían peores.
Así que a las siete ya estábamos listos para salir en las bicicletas. Como en la casa de los suegros ya todo estaba en su puesto, le dije a Hiroko que iba con ella—no la hubiera dejado ir sola en todo caso. Me puse una sudadera que me prestó la suegra sobre la pijama con la que salí corriendo el viernes, unas medias del suegro porque me había puesto los zapatos sin medias en la huida, y el abrigo que saqué la primera vez que me aventuré de nuevo dentro del apartamento—cuando el miedo no me dejó sacar ni medias. El viaje tomaría un poco menos de una hora a través de la ciudad, pero sería como una excursión a un lugar totalmente desconocido. y salvaje . No, de nuevo, porque los daños fuesen sustanciales, que afortunadamente en la mayor parte de la ciudad no lo han sido, sino porque la corriente del miedo nos predispone a ver grietas, ruinas, caos y dolor peores de los que verdaderamente hay, o incluso imaginarlos donde no existen.
La mayoría de daños visibles fueron en los muros de los jardines o los garajes. Una placa de concreto de un edificio cayó sobre una parada de bus, pero al parecer nadie estaba en ella en ese momento. Sólo un edificio en el recorrido se veía seriamente averiado. Los ventanales grandes en general estaban quebrados y en el suelo fisuras que no se sabe si han estado ahí siempre.
Puede sonar extraño, pero lo verdaderamente sorprendente era ver gente. Haciendo filas en los teléfonos públicos o en las tiendas de víveres; atascados en el tránsito o en hordas de bicicletas.
Gente que nunca sale, o que siempre está en el trabajo, que se mueve en bus, carro, tren, o subterráneo, que tiene trabajos a horas fuera de las normales, todos en las calles, de un lado para otro con un dejo de tristeza. Todos despertando a ese nuevo Japón inhóspito que dejó el terremoto.
En el kinder las cosas estaban más o menos en su sitio. La directora hablaba con una profesora que aún no recibía noticias de algún pariente, y que venía personalmente a decir que iba a faltar unos días. En algunos rincones se veían rastros de polvo de las paredes y una que otra fisura. Diez profesoras revisaban los salones y limpiaban los corredores. Sólo dos hermanos habían venido, y jugaban en el corredor. Hasta ese punto todo muy cotidiano, pero con cada encuentro empezaban a apilarse las tragedias. La directora vive en el área del puerto, a distancia suficiente para oír las alarmas de tsunami que se accionan con cada réplica, así que decidió dormir con su hijo en el carro, para salir en cualquier momento. La familia de varios aún no aparecía, sus casas sin ningún servicio. El señor del abasto de verduras vino a decir que tenía bananos, por si eran de alguna utilidad; el de la carnicería también vino, aunque a decir que no tenía nada aún, ni tan poco certeza de cuando iban a llegar provisiones de nuevo. La sub-directorora, después de dos horas de trapear el piso, nos dijo a todos que su hijo no había vuelto de la primaria el día anterior, la cual quedaba cerca del aeropuerto que en la televisión mostraban parcialmente sumergido. Pidió permiso para ir a buscarlo y luego volver a trabajar. Claro la directora le dijo que volviera la otra semana, pero ese era el espíritu que se respiraba.
Cuando acabamos las labores de Hiroko también pedimos permiso para volver. Como la pila de mi celular ya estaba en las últimas, paramos en un mercado a hacer fila para conseguir unas doble A. Los encargados habían acondicionado unos estantes junto a la puerta de carga y la gente ya le daba la vuelta al parqueadero. Sin embargo no tomó más de media hora: los empleados estaban haciendo bolsas con mercados individuales que vendían por mil yenes (veinte mil pesos), aunque su valor real estaba bastante por encima. No tenían pilas, pero aprovechamos para llevar dos bolsas, pues nunca se sabe.
De vuelta paramos en una videotienda donde se veían a unos empleados como pasmados en su interior. Adentro cajas de dvds hasta donde alcanzaba la vista. Les explicamos que necesitábamos unas pilas para el celular y dijeron que la registradora no servía, así que nos regalaron cuatro pares. Les dimos las gracias y seguimos nuestro camino. Hasta la gente de una videotienda puede ser útil en medio de una emergencia. Al sol de hoy he visto restaurantes regalando el almuerzo, a los peluqueros ofrecer shampoos para los que no se han podido bañar, a los casinos sacar extensiones de sus toma corrientes para los que no tienen luz. Todos ellos hacen parte del gran plan de rescate japonés.
Salir a trabajar es ganarle la guerra al miedo.
Confieso que esto me tomó por sorpresa. Sobrevivir era todo lo que me importaba, así que cuando Hiroko dijo que tenía que estar como siempre en el trabajo a las 8 AM me molesté. Supongo me entienden: con olas gigantes llevándose pueblos, réplicas cada diez minutos, sirenas yendo y viniendo, el trabajo era lo último que se me pasaba por la cabeza. Sin embargo, cuando uno tiene un trabajo de servicio a la comunidad, nutricionista en un kinder en su caso, todo lo que esté al alcance hacer por los demás puede hacer la diferencia. Los rescatistas, los soldados, los bomberos, los que atienden en estaciones de servicio, supermercados, etc., también tienen niños, y si ellos no pueden ir a hacer su trabajo por cuidar los niños, las cosas serían peores.
Así que a las siete ya estábamos listos para salir en las bicicletas. Como en la casa de los suegros ya todo estaba en su puesto, le dije a Hiroko que iba con ella—no la hubiera dejado ir sola en todo caso. Me puse una sudadera que me prestó la suegra sobre la pijama con la que salí corriendo el viernes, unas medias del suegro porque me había puesto los zapatos sin medias en la huida, y el abrigo que saqué la primera vez que me aventuré de nuevo dentro del apartamento—cuando el miedo no me dejó sacar ni medias. El viaje tomaría un poco menos de una hora a través de la ciudad, pero sería como una excursión a un lugar totalmente desconocido. y salvaje . No, de nuevo, porque los daños fuesen sustanciales, que afortunadamente en la mayor parte de la ciudad no lo han sido, sino porque la corriente del miedo nos predispone a ver grietas, ruinas, caos y dolor peores de los que verdaderamente hay, o incluso imaginarlos donde no existen.
La mayoría de daños visibles fueron en los muros de los jardines o los garajes. Una placa de concreto de un edificio cayó sobre una parada de bus, pero al parecer nadie estaba en ella en ese momento. Sólo un edificio en el recorrido se veía seriamente averiado. Los ventanales grandes en general estaban quebrados y en el suelo fisuras que no se sabe si han estado ahí siempre.
Puede sonar extraño, pero lo verdaderamente sorprendente era ver gente. Haciendo filas en los teléfonos públicos o en las tiendas de víveres; atascados en el tránsito o en hordas de bicicletas.
Gente que nunca sale, o que siempre está en el trabajo, que se mueve en bus, carro, tren, o subterráneo, que tiene trabajos a horas fuera de las normales, todos en las calles, de un lado para otro con un dejo de tristeza. Todos despertando a ese nuevo Japón inhóspito que dejó el terremoto.
En el kinder las cosas estaban más o menos en su sitio. La directora hablaba con una profesora que aún no recibía noticias de algún pariente, y que venía personalmente a decir que iba a faltar unos días. En algunos rincones se veían rastros de polvo de las paredes y una que otra fisura. Diez profesoras revisaban los salones y limpiaban los corredores. Sólo dos hermanos habían venido, y jugaban en el corredor. Hasta ese punto todo muy cotidiano, pero con cada encuentro empezaban a apilarse las tragedias. La directora vive en el área del puerto, a distancia suficiente para oír las alarmas de tsunami que se accionan con cada réplica, así que decidió dormir con su hijo en el carro, para salir en cualquier momento. La familia de varios aún no aparecía, sus casas sin ningún servicio. El señor del abasto de verduras vino a decir que tenía bananos, por si eran de alguna utilidad; el de la carnicería también vino, aunque a decir que no tenía nada aún, ni tan poco certeza de cuando iban a llegar provisiones de nuevo. La sub-directorora, después de dos horas de trapear el piso, nos dijo a todos que su hijo no había vuelto de la primaria el día anterior, la cual quedaba cerca del aeropuerto que en la televisión mostraban parcialmente sumergido. Pidió permiso para ir a buscarlo y luego volver a trabajar. Claro la directora le dijo que volviera la otra semana, pero ese era el espíritu que se respiraba.
Cuando acabamos las labores de Hiroko también pedimos permiso para volver. Como la pila de mi celular ya estaba en las últimas, paramos en un mercado a hacer fila para conseguir unas doble A. Los encargados habían acondicionado unos estantes junto a la puerta de carga y la gente ya le daba la vuelta al parqueadero. Sin embargo no tomó más de media hora: los empleados estaban haciendo bolsas con mercados individuales que vendían por mil yenes (veinte mil pesos), aunque su valor real estaba bastante por encima. No tenían pilas, pero aprovechamos para llevar dos bolsas, pues nunca se sabe.
De vuelta paramos en una videotienda donde se veían a unos empleados como pasmados en su interior. Adentro cajas de dvds hasta donde alcanzaba la vista. Les explicamos que necesitábamos unas pilas para el celular y dijeron que la registradora no servía, así que nos regalaron cuatro pares. Les dimos las gracias y seguimos nuestro camino. Hasta la gente de una videotienda puede ser útil en medio de una emergencia. Al sol de hoy he visto restaurantes regalando el almuerzo, a los peluqueros ofrecer shampoos para los que no se han podido bañar, a los casinos sacar extensiones de sus toma corrientes para los que no tienen luz. Todos ellos hacen parte del gran plan de rescate japonés.
Salir a trabajar es ganarle la guerra al miedo.
2 comentarios:
Hola. Estamos buscando testimonios de latinoamericanos viviendo en Japón que hayan sido testigos del terremoto y sus secuelas para el sitio de noticias de CNNMéxico.com
Soy reportera de ese sitio y me encantaría poder charlar contigo.
¿Tú crees que sea posible?
Mi correo es hanakotp@gmail.com
Puedes consultar nuestra página en mexico.cnn.com
Ojalá y te interese.
Saludos,
Hanako Taniguchi
Óscar, hola! Qué alegría saber que estás bien!! Si necesitan venir a Kyoto, acá tienen casa. Me imagino que ya deben tener suficiente con sus propios problemas, pero parece que están buscando traductores en las regiones afectadas. Se me ocurrió que si necesitaran a alguien en Miyagi, tú podrías ser el indicado, o conocer a otra gente. Plis, mándame un correo a marialuciacorrea en gmail. Un abrazo y mucha, mucha fuerza!!
(Lo que necesiten, en serio, no dudes en decirme).
Maria Lucía
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