jueves, marzo 29, 2007

Ariadna y Penélope y Yo

Cuando la multivalencia de la experiencia arrasa además con cualquier tenue orientación (‘Cualquier lugar es otro lugar’), el lector queda suspendido en un terreno fantástico donde la indeterminación consigue identificar un fragmento de espacio con el mundo de todos los mundos.
Fernando Zalamea Traba, sobre un fragmento de La Casa de Asterión de Borges

Foto con mis dos nenas

Esta es una historia que empieza casi por el final, conmigo parado en la puerta de mi cuarto – digo, casa –, cargado con mi morral, después de una semana larga en el norte de Japón. A pesar de llevar, para ese entonces, seis meses de habitar el país, aún me sentía un turista. ¿Volvía a casa? Saludé. No hubo respuesta. Miré con esperanzas mis trastos, mis libros, pero no encontré asidero. Me tendí a mirar el techo y no pude hacer mucho más hasta partir a China tres días después.

Ya en Beijing, tres semanas después, a pocos días de terminar la travesía, el recuerdo de lo que sentí en ese primer regreso me llenó de pánico. Como el viaje estuvo bastante intenso al comienzo, en la capital de la Republica Pop mis dos compañeros y yo decidimos bajar el ritmo y dejar algo de tiempo al ocio. Sin consuelo, me agarré a digerir las ultimas páginas del libro "Ariadna y Penélope: Redes y Mixturas en el Mundo Contemporáneo" del matemático y filósofo colombiano Fernando Zalamea Traba.

Este es un libro precioso que me acompaña, de una u otra manera, ya casi tres años. Explico. Me enteré de su existencia el 22 de Agosto de 2004, cuando el periódico de la Universidad Nacional publicó una reseña sobre el premio de Ensayos Jovelianos que obtuvo en España. El libro prometía luces sobre como abordar estudios que intenten abarcar la complejidad de nuestra realidad, cuan larga y ancha es, sin desfallecer ante la abundancia de información, ni la aparente inconexión reinante dentro del torrente. Al otro día salí a buscarlo.

Como era de esperarse, el libro no se encontraba en ninguna de las afamadas librerías de Bogotá y, aun más, en ellas no tenían conocimiento de su existencia, menos del honroso premio. Sin embargo, faltaba más, me prometieron que en un mes lo tendría en mis manos.

Pasaron varios sin esperanzas. Me tome el atrevimiento de buscar el correo del profesor y escribirle en noviembre del mismo año, para buscar pistas del preciado tomo. Muy amablemente reconoció que no había más opción que el Internet, no sin agregar el consolador “ya debería estar…” Llegó diciembre con su alegría, seguido del inicio del postgrado en la montaña que, a la par con mi trabajo en la SDS, se llevaron mi tiempo y embolataron mi búsqueda.

A pesar de todo, el recorte del periódico permaneció colgado en el tablero junto a mi cama, insinuante, coqueto, implorante. Luego, un sábado a mediados del 2005, después de una clase inspiradora de la especialización, se me ocurrió que sería una buena cosa conseguir el libro ese día. Como cuando uno sale prendido de un bar y la sigue en la casa. Y, bueno, ya se imaginarán, ahí estaba.

En el colectivo devoré la introducción y parte de la Desorientación, el primer capítulo, y ya no pude leer por un tiempo. La sensación podría asimilarse a hartarse con un suculento churrasco – entenderán que el símil está motivado porque ya va a ser un año que no veo uno de esos. Cada página es una experiencia deliciosa sobre el reto de encontrar un sentido a nuestro entorno, a atrapar lo múltiple en lo uno sin reducir, a vivir en lo polisémico sin desesperar, a recuperar el valor en lo que comprende sobre el valor de lo que brilla. Con tal fin, el autor se entrega a tejer a través de siete capítulos una red conceptual – llena de hechos – para permitirse ver a pesar del deslumbramiento, ser capaz de apagar esos hilos, devolverlos a su sitio y armonizar de nuevo las ideas y percepciones con las que vivimos. Es en ese sentido en el que el profesor Zalamea nos convoca a aceptar que los favores de Ariadna no son más suficientes para explorar el laberinto, y que es preciso echar mano del telar de la abnegada Penélope.

La digestión, como varios presumirán, toma tiempo. Aún hoy abro el libro y siento que nunca lo he leído, mas no encuentro en ello un reflejo de mi ignorancia sino un regalo soñado: qué más querría uno que un filete inagotable – lo siento, ha sido un largo año sin carne en abundancia. De ahí que aquel ejemplar me acompañase todo este tiempo, sin desfallecer ni afanar, hasta volver a la sala de un hostal a veinte minutos de la plaza Tiananmen en Beijing, donde el cansancio y una amenaza de tristeza me alentaban al goce de la lectura. Entonces, en el último momento, como si toda esta historia no pareciera ya de por sí irreal, un evento indescifrable terminó de revelar la naturaleza del vínculo que mi libro y yo tenemos: si, mío, porque ¿qué otra razón podría explicar que, a tres hojas del final, el libro dedicara un párrafo a comentar una de las caras de la tranquila Sendai a la que me compungía regresar?

Mediateca de Sendai, entre las ramas

Se trata de la Mediateca, un edificio ícono de la ciudad, construido por Toyo Ito, el cual, en palabras del profesor Zalamea, “… despliega toda la estructura interna del edifico hacia el exterior, intentando confundir borrosamente el ‘adentro’ y el ‘afuera’.” Para hacerlo envuelve con la armonía asimétrica de las redes que conforman la edificación, y difumina las fronteras con la transparencia. Síntesis del reto que enfrentamos cada día a nuestra manera. Un sitio por el que paso por lo menos una vez por semana y que jamás había visto en toda su magnitud, pero el cual me acompaña , de una u otra manera, ya casi tres años.

Hogar, dulce hogar,

panÓptiko

1 comentario:

Anónimo dijo...

esas redes que difuminan las fronteras...esas palabras...esas imagenes...lo que aun no entendemos pero presentimos

como diria mi profesora de arte:"¡excelente!"