"Pero... ¿crees tú que para esa canción somos diferentes?"
Margarita, desde algún lado
Margarita, desde algún lado
Una melodía triste se dejó escuchar en un café cerca de la estación de
metro más oriental de una ciudad remota. Un par que se miraba, que
reía de alguna tontería, encontró en la risa algo grotesco,
insoportable. El hombre de la enorme máquina de capuchinos, veterano
ya en el arte de producir la cantidad de espuma exacta, seguro de su
actuar, dejó su pulgar resbalar un segundo bajo el vapor hirviente. Un
problema de física cuántica, un arreglo matricial que no cuadraba tras
horas de trabajo, un movimiento de dígitos, un mal cambio de signo
encontrado y una nueva página. El dinero en la caja que no cuadra. Una
suma y otra. Nada. El número en la calculadora contiene varios ceros.
Los botones del aparato soportan más presión de la que están diseñados
a resistir. Un mensaje lleno de trivialidades sobre una tarde de
helados y vitrinas empieza a ser des-escrito, letra a letra en un
celular. La masa lista, harina cubriendo el mesón para evitar que la
menor adherencia estropee la perfecta figura de las donas. De la
puerta del horno escapa un vaho demasiado caliente y en la bandeja
espera un solo anillo, de los tantos que cabrían.
¿Cómo medir la intensidad de la tristeza en una canción que sonó una
vez en un café cerca a la estación más oriental del metro de una
ciudad remota? Los vidrios permanecen transparentes y los dos no se
miran a los ojos. La taza de café no vuelve a llenarse con la mirada,
ni el mordisco en la dona de chocolate progresa más allá o más acá.
Los labios no se mueven, tampoco hay lágrimas. Ni la menor mueca de
dolor asoma y el gesto es solemne mientras la espuma crece. Más
números y formulas y ecuaciones llenan la página, hasta casi el final.
Entonces la pequeña esfera metálica vuelve a rodar por los lugares que
hace poco recorrió. Las formas dejan de distinguirse. La calculadora
muestra la misma cifra de varios ceros. Nada más. El mensaje sigue
desapareciendo. Leído en el orden en que se desvanece no revela nada
(¿A dónde irán los mensajes des-escritos?) La dona ya no está sola. Un
pedazo de masa se acomoda en su centro. Sin embargo, no encaja. La
integridad de su piel resulta rasguñada en varios lugares mientras en
otros, ciertamente menores pero significativos, el vacío sigue siendo el
mismo.
¿Cómo supo la sordera que la canción que sonó cerca de la estación de
metro más oriental en un café de una ciudad remota era triste? La
bolita se volvió a confundir con la masa, y en la dona remanecen las
cicatrices, a pesar de los cuidados. La pantalla del celular dejó de
brillar. La calculadora muestra un cero. Nada más. En el vaivén de la
esfera ya se vislumbran algunas figuras antropomórficas, aunque en
algunas partes el papel ha dado paso a la mesa. El dedo está rojo. La
espuma se derrama. El pocillo sigue vacío. El mordisco del mismo
tamaño. Pero los vidrios se empañan.
¿Y cómo supo entonces cuando una canción triste en la ciudad remota
donde la estación más oriental del metro tenía cerca un café en el que
ella sonaba dejó de sonar? No, no lo sabe.
OAGS
reía de alguna tontería, encontró en la risa algo grotesco,
insoportable. El hombre de la enorme máquina de capuchinos, veterano
ya en el arte de producir la cantidad de espuma exacta, seguro de su
actuar, dejó su pulgar resbalar un segundo bajo el vapor hirviente. Un
problema de física cuántica, un arreglo matricial que no cuadraba tras
horas de trabajo, un movimiento de dígitos, un mal cambio de signo
encontrado y una nueva página. El dinero en la caja que no cuadra. Una
suma y otra. Nada. El número en la calculadora contiene varios ceros.
Los botones del aparato soportan más presión de la que están diseñados
a resistir. Un mensaje lleno de trivialidades sobre una tarde de
helados y vitrinas empieza a ser des-escrito, letra a letra en un
celular. La masa lista, harina cubriendo el mesón para evitar que la
menor adherencia estropee la perfecta figura de las donas. De la
puerta del horno escapa un vaho demasiado caliente y en la bandeja
espera un solo anillo, de los tantos que cabrían.
¿Cómo medir la intensidad de la tristeza en una canción que sonó una
vez en un café cerca a la estación más oriental del metro de una
ciudad remota? Los vidrios permanecen transparentes y los dos no se
miran a los ojos. La taza de café no vuelve a llenarse con la mirada,
ni el mordisco en la dona de chocolate progresa más allá o más acá.
Los labios no se mueven, tampoco hay lágrimas. Ni la menor mueca de
dolor asoma y el gesto es solemne mientras la espuma crece. Más
números y formulas y ecuaciones llenan la página, hasta casi el final.
Entonces la pequeña esfera metálica vuelve a rodar por los lugares que
hace poco recorrió. Las formas dejan de distinguirse. La calculadora
muestra la misma cifra de varios ceros. Nada más. El mensaje sigue
desapareciendo. Leído en el orden en que se desvanece no revela nada
(¿A dónde irán los mensajes des-escritos?) La dona ya no está sola. Un
pedazo de masa se acomoda en su centro. Sin embargo, no encaja. La
integridad de su piel resulta rasguñada en varios lugares mientras en
otros, ciertamente menores pero significativos, el vacío sigue siendo el
mismo.
¿Cómo supo la sordera que la canción que sonó cerca de la estación de
metro más oriental en un café de una ciudad remota era triste? La
bolita se volvió a confundir con la masa, y en la dona remanecen las
cicatrices, a pesar de los cuidados. La pantalla del celular dejó de
brillar. La calculadora muestra un cero. Nada más. En el vaivén de la
esfera ya se vislumbran algunas figuras antropomórficas, aunque en
algunas partes el papel ha dado paso a la mesa. El dedo está rojo. La
espuma se derrama. El pocillo sigue vacío. El mordisco del mismo
tamaño. Pero los vidrios se empañan.
¿Y cómo supo entonces cuando una canción triste en la ciudad remota
donde la estación más oriental del metro tenía cerca un café en el que
ella sonaba dejó de sonar? No, no lo sabe.
OAGS
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