Se acerca el primer aniversario del cataclismo en Japón y el ambiente se va enrareciendo. Por supuesto, no para la gente común, quienes tienen preocupaciones más apremiantes. Tampoco para quienes viven en viviendas temporales o para aquellos a quienes la radiación les es una incertidumbre diaria insalvable. Para ellos la vida no ha dejado de ser otra desde aquel día.
El
ambiente se enrarece para quienes, por gusto o por trabajo, siguen dándole
vueltas al asunto; aquellos dedicados a preguntar, aquellos que serán
preguntados y aquellos que piensan que tienen algo que decir. Desde enero, aquí
y allá salen noticias sobre los tantos posibles homenajes. La densidad de
conferencias, simposios, talleres, exposiciones, clases magistrales aumenta de
manera drástica. Políticos, burócratas y expertos de todos los colores y
calañas empiezan a desfilar por estas distinguidas pasarelas, dejando su pedazo
de verdad—si así se le puede llamar—como homenaje. Los periodistas empiezan a reptar para atrapar el
dato, el personaje, el testamento que hará resaltar la noticia dentro de
millones que serán publicadas alrededor del mundo. El panóptico tiene al
archipiélago rodeado.
Nada de
esto es en particular sorprendente. Los ciclos hacen parte importante de la
vida de los hombres y la modernidad con sus expertos y adelantos tecnológicos
abren la oportunidad para que muchas voces se alcen—que alguien las oiga es una
cosa distinta. Sin embargo, personalmente involucrado en la tragedia, no puedo dejar de preguntar a la almohada el sentido de toda esta solemnidad
morbosa.
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Cuando pienso en un aniversario trágico, pienso en Ycuá Bolaños. Los eventos de ese terrible día de agosto en Asunción del Paraguay me dejaron terriblemente impresionado y ahora que me dedico a entender los desastres, el recuerdo me asalta de manera recurrente.
Algunos lo recordarán. Aquel domingo 4 una explosión en la cocina del supermercado desató un voraz incendio. Fallas en el diseño del edificio contribuyeron a la acumulación de grasas y luego el fuego se extendió con rapidez. Los más de 800 clientes se apresuraron a escapar pero su carrera fue corta: las puertas estaban cerradas. Las vidas de casi cuatrocientos personas, la mitad de ellas niños, se perdieron en las llamas, humo y la estampida, y el resto sufrió distintos grados de quemaduras y otras lesiones.
¿Qué se recuerda cuando se recuerda Ycuá Bolaños? Justicia es la palabra que sobresale en Wikipedia o en Ycuá no más, un grupo en memoria a la tragedia. Al recibir noticias del incendio, los dueños ordenaron cerrar las puertas para que la gente no se fuera sin pagar. El juicio de responsabilidad a los implicados ha sido una catarsis interrumpida. En primera instancia, los empresarios estuvieron a punto de recibir sólo una condena leve, pero el revuelo en la opinión pública y la presión del movimiento de víctimas obligaron a los tribunales a reconsiderar la sentencia. Los comentarios en las videos relevantes y en la página del grupo reflejan insatisfacción. Quizá nunca la consigan.
En toda tragedia, después del desenfrenado clamor de justicia, la atención se vuelca a aprender algo del asunto para que la situación no se repita. Cualquiera que sea el resultado en los tribunales o por cuenta propia, la vida jamás será recuperada. No queda otro consuelo que buscarle utilidad al sacrificio.
Pero este tampoco es un camino fácil porque, ¿qué fue lo que salió mal aquel agosto de 2004 en Asunción? Las consideraciones técnicas son poco reconfortantes. Por tragedias como estas las ciudades están llenas de extintores, y hasta los locales de un solo espacio tienen una seña de salida de emergencia. Estas son lecciones que generan trabajos pero que tienen un alcance limitado. Tal vez los nuevos proyectos arquitectónicos incluyan consideraciones mejores contra incendios, pero mucho de nuestras ciudades ya están hechas y a los edificios no se les pueden abrir puertas.
En tanto, la idea popular de justicia hace de la exploración profunda del acontecimiento un terreno vedado. Porque lo que salió mal ese día tiene que ver con las decisiones que se tomaron, y cualquier revisión se puede tomar como una expiación de los culpables. Aquel que se atreva a decir que la tragedia no pasó porque vivimos en una sociedad consumista que da más valor al dinero que a la vida se expone a ser linchado—por lo menos virtualmente. Pero creo que esto merece una revisión.
Dudo mucho que ninguna de las víctimas tuviesen menos aprecio por las cosas materiales que los dueños del supermercado. Las imágenes del demonio con el maletín lleno de dinero, así como los discursos sobre los valores son sólo un comodín moral al que le sacan jugo políticos, curas, periodistas y otros tantos llamados al atrio. Es este un discurso vació de un mal abstracto encarnado en los culpables del que todos podemos indignarnos y sentirnos superiores. Sin embargo creo que el problema está en otro lado.
Lo que salió mal aquel cuatro de agosto fue la opinión que los dueños del supermercado tenían de sus clientes. Las puertas se cerraron porque un acto reflejo les recordó que estaban rodeados de enemigos, de criminales. ¿Será que esta opinión cambió un ápice después de cada aniversario? Quien sabe. Por lo menos el anhelo de justicia sigue viendo al demonio en todos lados.
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Después del terremoto, en el centro de Sendai, un supermercado recibía a sus clientes con una hoja de papel y un lapicero. La gente entonces seguía al almacén, tomaba los víveres que necesitaba e iba anotando precios y cantidades. De vuelta a la caja, el encargado recibía el papel y les pedía a todos que cuando tuvieran tiempo pasaran a pagar. Sin electricidad la registradora no funcionaba y el proceso manual haría muy dispendioso la compra para toda la gente que hacía fila en la calle. Hace casi un año de esa felicidad tan grande.
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