lunes, febrero 28, 2011

Lo oportuno de llamarse Óscar



Óscar Wao vino a presentarse personalmente en el lugar menos esperado—aunque si se le piensa dos veces, aquel era su hábitat natural. Su presencia chillona encumbraba el primer estante de la biblioteca del Instituto Cervantes en Manila, Filipinas. Por aquellos días buscaba obsesionado copias de las novelas escritas por el héroe nacional, José Rizal. Cualquiera creería que esto no tiene problema, tan difícil como comprar cualquier Gabo en Bogotá; y, claro, librería que se respete en el país mantiene un buen inventario de estas en diferentes ediciones. Todas menos alguna en el idioma original en el que se escribieron: español. Sólo algunos viejos aún hablan aquella lengua que por trescientos años de generaciones de curas se negaron a enseñar para así blindar su dominio del archipiélago, y que cincuenta años de pragmatismo estadounidense relegó al subconsciente del país. Pero esa es harina de otro costal.

El caso es que llego allí, le veo y entonces me llegan ecos de Óscar y sus hazañas. El hombre, todo un "mejor vendido", había recibido en 2008 entre otros premios el prestigioso Pulitzer en la categoría ficción, ¡el primero para un libro escrito en spanglish! Supongo que no fui el único al que no le llamó la atención dicha proeza. Premios y spanglish sólo parecen ir juntos en los concursos de reggeton, los cuales con el mayor de los gustos bailo a pesar de sus letras. Pero encontrarselo en Manila, donde hay tanto gwapo y se come con kubyertos, avalado por la casa ñ es suficiente para deshacer prejuicios.

El viejo Óscar, un negro gordo dominicano que se va muriendo entre Nueva Jersey y Santo Domingo, traicionado por su ñoñez y su lívido, resultó ser un gran tipo con el que no hubo problemas de comunicación. Tal vez sea porque leí la versión en español y me desenvuelvo con alguna solvencia en el inglés, pero el idioma no fue nunca chocante. Al contrario, le da una fluidez a la historia que pierde mucho escritor cada vez que se cranéa los diálogos de sus personajes, en lugar de dialogarlos—espero me entiendan.

De hecho, es una lástima que se llegue a la compañía del viejo Óscar condicionado por su idioma, ya que puede echar al traste la buena historia que se trae entre carnes. Voluptuosidad y tiranía en todas sus formas atormentan a la familia de León—no confundir con el homónimo salcero menos voluptuoso. Están malditos: malditos en sus cuerpos, en sus hormonas, y en el siniestro personaje que dominó sus vidas por más de treinta años, Rafael "El Jefe" Trujillo. La cortina de plátano tendida por este, una figura soberbia que sintetiza represión y trópico, nunca abandona a los que una vez estuvieron tras de ella. Ni a sus hijos. Y quién sabe hasta cuando.

Mucho más difícil para el lector promedio—si es que este existe— debe ser entender todas las alusiones a los comics, a los juegos de rol, al anime y a la literatura de ciencia ficción. Este tal vez sea el punto flojo del libro no tanto por el nivel de detalle—el libro pone a prueba hasta al más fanático del Señor de los Anillos—sino porque el narrador, un atlético y lujurioso dominicano, es siempre displicente con toda esa ñoñería, así que no se explica uno porque se sabe todo con tanto detalle, o porque habría de molestarse en hacérnoslo saber a cada oportunidad.

En resumen, una buena novela para mantener vivas las más típicas pesadillas de nuestra latinoamérica: la carne y los caudillos.

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