Marcela
ojeaba detenidamente las páginas de su libro. En su mente recitaba, con el solo
paso de la vista, formulas, terapias, procedimientos, medidas, y un sin fin de
por menores sobre su oficio, cosas que había aprendido hace ya tiempo. Las
páginas estaban llenas de diagramas, fotos, instructivos que Marcela era capaz de
dibujar tan sólo con que le dieran el número.
Un par
de horas antes, cuando aún el sol no se asomaba, empezó su día: a tientas, se
puso las chanclas y se arrastró en la penumbra hasta la puerta contigua. Lo
único que se podía oír a esa hora de la madrugada eran los trinos de algunos
pajaritos, esos que se huelen que el sol ya sale y se regocijan en las postrimerías
de la oscuridad. Con un movimiento mecánico encendió la luz del cuarto de
Felipe, su hijo; él gruñó entre las cobijas y Marcela no dudó en repetir lo de
cada mañana: “Levántate que se te hace tarde”.
La
cafetera había quedado lista desde la noche anterior, sólo bastaba con oprimir
un botón. Sacó una fruta de la nevera y la puso en la mesa. Era entonces cuando
venía la mejor parte de la mañana, la que develaría el destino del día e
iluminaría el futuro, el encuentro matinal con el impulso divino que rige al
mundo: siempre revueltos, los huevos.
La
mantequilla, en su medida exacta, dispuesta en el sartén antes de comenzar el
calentamiento (suave y preciso), inicia una danza sutil a lo largo de la fina
capa de teflón, dejando a su paso una estela lípida heterogénea. Esta danza
permite vislumbrar en sus contornos el porvenir abiótico: en ella se ven las
lluvias, los vientos, las nubes, el sol, incluso grandes sucesos como
terremotos, heladas o inundaciones. Marcela recordaba haber presagiado eventos
naturales en lugares muy lejanos cuando su magnitud era monumental, como un
tsunami en las costas japonesas, o una erupción volcánica en las islas Fiji.
Luego
venían los huevos. Dos, tomados al azar de una canastilla que siempre tenía
veintitrés, vertidos al tiempo desde cada una de las manos de la médium. Las
primeras salpicaduras producidas por el choque de las tres masas en cuestión,
los dos huevos y la mantequilla, continuaban el trance vaticinador de la
operación completa: su intensidad, la magnitud horizontal y vertical del vuelo
de las gotas ardientes, su sobresalto y cantidad, llevaban cifrado el mensaje
del sino propio de la vidente. Con una apropiada lectura de estos factores se
podían esperar días emocionantes o sosegados; las distintas mediciones revelaban
viajes, auguraban visitas sorpresa, la llegada de correspondencia, indicaban de
manera precisa el estado de su ciclo menstrual.
Por
último, quedaban los huevos en sí. Una vez en el sartén (obviamente inermes,
pues sufrir alguna fractura en la caída era una afrenta fatal, que le
significaba a la pitonisa ser abandonada de la gracia de los dioses hasta que
no redimiera su falta de discreción con un sacrificio personal), era preciso
proporcionar una mezcla específica, compuesta de un protocolo propio de
movimientos cuidadosos que rompían la uniformidad inicial sin llegar a la otra
homogeneidad de las tortillas comunes, en las que un tratamiento exagerado las
postra a su vulgar simpleza. Esta mezcla debe ser propinada con una cuchara de
palo, treinta centímetros de largo, con terminación en pala plana, sin ningún
orificio ni rasgadura, elaborada de un tronco de roble cortado en luna llena
por la propia practicante. Los movimientos precisos de la cuchara deben ser
acompañados de la adición constante de dos pizcas de sal: factor crucial por el
cual la cultista de este arte debe desarrollar una habilidad especial para
propinarse, con una sola mano, tal cantidad, evitando discontinuidades en su
flujo hacia el sartén. En una época Marcela utilizó la cavidad formada entre
sus dedos gordo e índice, pero requería de un recipiente especial para poder
sumergir su mano entera en la sal, lo cual había empezado a generar sospechas
de los profanos a su oficio (amenaza que también podía costarle para siempre su
don), motivo suficiente para desarrollar un doble atropamiento de pizcas entre
los pares corazón – índice y gordo – anular. Lograda la adición y mezcla
perfecta, sólo se disponen de trece segundos para retener el mensaje oculto en
las casi infinitas formas proteicas, blancas y amarillas, fusionadas al
instante. Cumplido el tiempo, todo se desvanecía en una solidez inerte, tras la
cual los huevos se disponían en el plato y Marcela se sentaba, exhausta, a
digerir toda la información.
Eran
muchos otros los datos que ella debía tener en cuenta: la hora universal, la
intensidad lumínica y sonora de todo el evento, la velocidad y dirección del
viento, la fase lunar, las posiciones
planetarias y estelares, la temperatura y la presión ambiente. Todo esto
entraba por todos y cada uno de los sensibles poros de Marcela, y se conjugaban
en su interior hasta que la certeza iluminaba su razón, de un momento para
otro, y la verdad del destino se hacía evidente. Marcela permanecía
ensimismada, imperturbable, sentada a la mesa; Felipe, mientras tanto, se comía
los huevos.
Acabado
el desayuno, Felipe se despidió con un beso en la mejilla y Marcela respondió
entre dientes alguna cosa que él no entendió. A ella, esa mañana, no le llegaba
la chispa reveladora. Repasó en su mente todos los pasos, estaba segura de
haber hecho todo bien. Preocupada, no volvió a descansar a su cama, como era su
costumbre, sino que sacó uno de sus libros, esperando que si se abstraía en sus
contenidos, llegaría a ella de improviso el gran momento.
En su
cuarto empezaron a escucharse pasos apresurados y un refunfuñar: a su marido ya
se le había hecho tarde para salir al trabajo. El alboroto la distrajo de su
invaluable labor matutina. Calentó el café y se lo entregó a su esposo, que lo
esperaba atorado con un pan entero en la boca. Observó con gracia como tragaba
y a la vez arreglaba el maletín. Le acomodó el vestido mientras él terminaba de
engullir. “Gracias mi amor” dijo él, le dio un beso y salió. En ese instante,
con la sola energía sonora de ese beso, se desbordó el torrente onírico y se
compactó en una única certeza. El anhelado resultado del proceso cabalístico de
los huevos. Suspiró. Finalmente ese iba a ser un día normal. “Igual, las cosas
importantes de la vida pasan un día común y corriente” pensó, con una sonrisa
de satisfacción en los labios, mientras lavaba los trastos.
(firmado Vesta en su versión inicial, circa 2002)
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