Paradójico como pueda sonar, la vejez no se mide en unidades de tiempo. El numerito aquel puede darnos alguna idea de las condiciones de un cuerpo, de las experiencias que cualquier animal humano ya debió haber vivido, pero estas aproximaciones pueden ser engañosas. Las dos abuelas de la casa tienen ochenta y tantos, y mientras una apenas si puede caminar, la otra monta una hora de bicicleta diaria y mantiene una fanegada de hortalizas. Aunque las sociedades y sus gobiernos se valen de estas cuentas para intentar poner un orden a sus incertidumbres, la experiencia personal de atravesar el espacio-tiempo tiene poco que ver con el número de días, meses, o años que llevamos respirando. La memoria, por poner otro ejemplo, no es transitiva: que hoy me acuerde de lo que hice ayer, y que ayer me acordara de lo que hice antes de ayer, no quiere decir que hoy me acuerde de lo que hice antes de ayer. La asimetría de los recuerdos no guarda proporción con el contador en el documento de identidad.
Así las cosas, la vejez tiene que medirse entonces a punta de síntomas. Y las edades no pueden ser un guarismo, sino una matriz alfa-numérica de estados y eventos que dan una idea de lo que el cuerpo de cada mortal puede o no puede ya dar. En mi caso, soy ya de los que tienen que preocuparse del colesterol, de los que le duelen las rodillas al hacer deporte, de los que las películas de culto le dejan de maravillar, de los que no rezonga al tener que hacer oficio en la casa, de los que baila una vez cada dos meses no más de cuatro horas, de los que no le ve gracia a emborracharse por el simple gusto de hacerlo.
También soy ya de los que reconoce la literatura existencial adolescente cuando se la encuentra, con sus urgencias y sus vacíos. Esto lo descubrí después de leer la colección de cuentos de Mauricio Salvador "El hombre elástico", parte del encomiable proyecto editorial pariente de el Hermano Cerdo. Trataré con un par de brochazos dibujar la matriz a la que me refiero.
Primero, todos los cuentos están en primera persona, el narrador que mejor responde a la necesidad de plasmar constantemente todas las vacilaciones del protagonista. Por esto mismo, no es fácil encontrar en los 'yos' de cada cuento a una persona diferente, aunque debo resaltar que Salvador logra por momentos transmitirnos la niñez del protagonista del cuento que le da el título a la colección. Sin embargo, y este es otro rasgo, en este género es inevitable ceder a menudo al lirismo propio de lo existencial, remitiendo al lector de nuevo a lo inconfundiblemente adolescente. Las relaciones problemáticas con el padre o la madre, o con los hermanos son otro ingrediente común en los relatos. Y no es que estos sean temas exclusivos de este tipo de literatura, pero en este caso las relaciones son generalmente monocromáticas, y es difícil ver humanos más allá de los estereotipos familiares que atormentan al adolescente. Las arandelas respectivas, como la novia, usar el carro de la casa, o conseguir dinero para salir a divertirse, terminan de redondear el perfil del libro.
La lectura de "El hombre elástico" fue, en últimas, una señal de que envejezco; tal como los resultados del laboratorio clínico. Eso hizo nuestros momentos juntos provechosos, a pesar de lo que los rasgos que describo puedan hacer pensar. No se puede disfrutar la vejez si no se es consciente de ella. De hecho, quizá el único lunar que le encontré al libro fue no aceptarse a sí mismo por lo que es. En el último mini-relato, 1990, el personaje supone sus escritos "en el bote de la basura una tarde de depresión postadolescente", pero nada en la colección da pie para agregar aquel "post", para hacernos creer que existe un más allá que ese vacío de incertidumbres más allá del hogar. Pero, ahora que escribo esta reseña, me parece que esta negación es de lo más consecuente, y que el detalle no es un lunar sino una espinilla.
Así las cosas, la vejez tiene que medirse entonces a punta de síntomas. Y las edades no pueden ser un guarismo, sino una matriz alfa-numérica de estados y eventos que dan una idea de lo que el cuerpo de cada mortal puede o no puede ya dar. En mi caso, soy ya de los que tienen que preocuparse del colesterol, de los que le duelen las rodillas al hacer deporte, de los que las películas de culto le dejan de maravillar, de los que no rezonga al tener que hacer oficio en la casa, de los que baila una vez cada dos meses no más de cuatro horas, de los que no le ve gracia a emborracharse por el simple gusto de hacerlo.
También soy ya de los que reconoce la literatura existencial adolescente cuando se la encuentra, con sus urgencias y sus vacíos. Esto lo descubrí después de leer la colección de cuentos de Mauricio Salvador "El hombre elástico", parte del encomiable proyecto editorial pariente de el Hermano Cerdo. Trataré con un par de brochazos dibujar la matriz a la que me refiero.
Primero, todos los cuentos están en primera persona, el narrador que mejor responde a la necesidad de plasmar constantemente todas las vacilaciones del protagonista. Por esto mismo, no es fácil encontrar en los 'yos' de cada cuento a una persona diferente, aunque debo resaltar que Salvador logra por momentos transmitirnos la niñez del protagonista del cuento que le da el título a la colección. Sin embargo, y este es otro rasgo, en este género es inevitable ceder a menudo al lirismo propio de lo existencial, remitiendo al lector de nuevo a lo inconfundiblemente adolescente. Las relaciones problemáticas con el padre o la madre, o con los hermanos son otro ingrediente común en los relatos. Y no es que estos sean temas exclusivos de este tipo de literatura, pero en este caso las relaciones son generalmente monocromáticas, y es difícil ver humanos más allá de los estereotipos familiares que atormentan al adolescente. Las arandelas respectivas, como la novia, usar el carro de la casa, o conseguir dinero para salir a divertirse, terminan de redondear el perfil del libro.
La lectura de "El hombre elástico" fue, en últimas, una señal de que envejezco; tal como los resultados del laboratorio clínico. Eso hizo nuestros momentos juntos provechosos, a pesar de lo que los rasgos que describo puedan hacer pensar. No se puede disfrutar la vejez si no se es consciente de ella. De hecho, quizá el único lunar que le encontré al libro fue no aceptarse a sí mismo por lo que es. En el último mini-relato, 1990, el personaje supone sus escritos "en el bote de la basura una tarde de depresión postadolescente", pero nada en la colección da pie para agregar aquel "post", para hacernos creer que existe un más allá que ese vacío de incertidumbres más allá del hogar. Pero, ahora que escribo esta reseña, me parece que esta negación es de lo más consecuente, y que el detalle no es un lunar sino una espinilla.
2 comentarios:
Déjame anotar que foto tan bella...
Oiga, y si uno enfoca la reseña de un libro a lo q muestra la carátula ¿q tan viejo quedo?
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